La mano izquierda sostenía la espalda. La palma, en su hueco blanco y surcado de arroyuelos húmedos de sudor, cobijaba la piel tersa y cálida. Las puntas de los dedos mantenían con delicadísima fuerza unas dos o tres vértebras que, arropadas por la delgada piel, descansaban sobre las yemas. Las falanges permanecían suspensas en un vacío estrecho y levísimo, quizá algo palpitantes con el deseo de alcanzar también la parte de espalda a la que creían tener derecho.
Sobre la otra mano, extendida ligeramente temblorosa bajo las cervicales, descansaba un fragmento de seda marrón, tejido con rizos y bucles peinados de esa forma descuidada, inocente y algo infantil que tanto le gustaba a él. El pelo de la amada le hacía cosquillas en el dorso de la mano y caía trémulo sobre la frente.
Los ojos, cerrados los de él y abiertos como en éxtasis los de ella. Los cuerpos juntos, como fusionados mutua y simultáneamente. Las bocas unidas, los labios de él llorando sobre los de ella.
El mundo parecía contener el aliento, el tiempo se sentía avergonzado de existir. Por la ventana, detrás del amante, entraba una luz grisácea de amanecer profético que rebotaba en el rostro de la muchacha, en un extraño eclipse de luna muerta cuyo planeta intruso era la cabeza de él.
Del pecho de la joven seguía brotando la sangre, cuando su enamorado se clavó el cuchillo justo en mitad del corazón, ya roto a causa de la tragedia. Los que buscaban a la pareja con la intención de separarlos al considerar que su amor era imposible los encontraron abrazados, como enviando un mensaje al mundo de que el sentimiento que los unía sería eterno. Así decidieron enterrarlos, pues consideraron que era la única manera de aliviar un tanto la vergüenza que sentían por el mal que habían causado.
Miles de años después, así los encontraron: Dos esqueletos abrazados a la eternidad de una pasión que se ganó su derecho a perdurar en la eternidad del tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario