martes, 7 de julio de 2009

PROCESOS REVOLUCIONARIOS


Pocos creyeron en el Ejército de Liberación Nacional cuando surgió desde las montañas más remotas del país, enarbolando la bandera de la Libertad y la Justicia. Pero dos años después de aquellos titubeantes orígenes, hace su entrada triunfal en la capital, en medio del entusiasmo de las multitudes. Atrás quedan meses de lucha, emboscadas y camaradas muertos en el infierno de los montes. En el Palacio Presidencial son abatidos los últimos restos de militares fieles al dictador, atrincherados en lo alto de la escalera que lleva a su despacho. Los guerrilleros avanzan por el segundo piso, delgados, mal afeitados, pero con la convicción de una victoria justa en los ojos. No dejan de asombrarse de la hilera interminable de cuadros y efigies con la figura del tirano, y el lujo que desprenden las habitaciones, que contrasta con la miseria en la que vive perennemente el pueblo. De una patada, el cabecilla de los insurrectos derriba la puerta del despacho Presidencial. Acomodado en el sillón, el dictador les mira atemorizado, intentando aparentar dignidad: Lo encuentran más viejo que en los retratos oficiales y bastante más gordo, y se adorna con un gesto de incomprensión, marcado a fuego en la cara. Un tiro en la sien acaba con la pesadilla que representaba. Lo fusilarán de nuevo horas más tarde, atado a un tronco en la Plaza de Occidente para que todo el mundo pueda verlo.
Comienza una Nueva Era. Miles de ciudadanos salen a la calle a celebrar el acontecimiento. Se extiende el rumor de la caída del tirano, se vuelve el rumor comunicado oficial, deriva el comunicado en Fiesta Nacional, que se prolongará durante tres días, en el que el sabor de la libertad se mezcla con el del alcohol. Hombres y mujeres bailan con desenfreno, como un gigantesco carnaval en el que no hacen falta ya los disfraces. Se lanzan sombreros y pañuelos al aire, se entremezclan guerrilleros y pueblo llano. El olor a sexo se apodera de las plazas y los parques, por donde es difícil caminar sin pisar a las parejas que se rebozan entre el ron y la hierba...
El Líder Revolucionario pronuncia desde el balcón del Palacio sus primeras palabras, que elige cuidadosamente porque sabe que pasarán a la Historia. Luego se reúne con su Plana Mayor, formada por los camaradas más antiguos y fieles, para realizar un primer esbozo de las reformas más urgentes que necesita la República. Deciden realizar una gira por el interior, para explicar a todos que el terror ha terminado, que es la hora del cambio, que los derechos ahora serán son sagrados. Las gentes recuperan las viejas esperanzas, despechadas tantas veces en el pasado. Hombres duros como el roble lloran y elevan los brazos hacia el cielo, dando gracias porque esta vez sí parece ser verdad que el líder piensa en la colectividad. El recién nombrado Presidente de la Nación estrecha sus manos y pasea con ellos, acepta sus comidas escasas y sus cenas exiguas, en cabañas tan humildes que parecen no existir.
Le desespera ver tanta pobreza entre sus compatriotas, duerme poco y no cesa de trabajar a un ritmo enfebrecido. Las veinticuatro horas del día parecen pocas. Las elecciones libres se dejan para más adelante, pues aún quedan cosas más urgentes por hacer...
A las pocas semanas, se siente asfixiado por el protocolo y las reuniones de trabajo. Se rumorea la posibilidad de un contragolpe, por lo que ya no sale a la calle, y eso le desespera. Continuamente se escapa para dar vueltas con el ceño fruncido por los interminables pasillos llenos de efigies y cuadros a mayor gloria del Proceso Revolucionario. Empieza a sospechar que entre sus propias filas la contrarrevolución acecha en forma de traición. Pasa largas horas encerrado en el despacho presidencial, analizando informes de los servicios de inteligencia y propuestas ministeriales que a veces no entiende. Al final se decide a ampliar y decorar a su gusto la estancia para dormir en su lugar de trabajo. Renuncia a salir a la calle, pues allí le esperan miseria, suciedad y quejas para las que aún no tiene respuesta. La Libertad ha de esperar a que la Seguridad se asiente, pues son numerosos los peligros que les acechan. Apenas sale ya al balcón y los discursos se pronuncian ahora a través de la radio y la televisión, que no cesan de dar consignas alabando el sacrificio y buen hacer del Gran Líder.
Pasan así los meses. Un mediodía caluroso, durante uno de sus frenéticos paseos en batín y zapatillas por la zona de uso exclusivo en el segundo piso, escucha un ruido nuevo, una perturbación nueva: Una manifestación de campesinos recorre la Avenida del Palacio Presidencial. Miles de voces elevan un grito reivindicativo, a los que les siguen otros muchos criticando su gestión... Le parece imposible tanta ingratitud contra alguien que ha sacrificado su vida por ellos. Es la contrarrevolución que llega, vocifera dando un fuerte golpe a la mesa, cuyo eco recorrerá estancias, removerá las conciencias y acabará por expandirse como un reguero de pólvora por todas las esquinas del país.
Convoca urgentemente al Comité Central del Partido para estudiar las causas del conflicto. Su segundo de a bordo, su mano derecha durante tantos años, el ahora Vicepresidente Primero y Ministro de Economía se atreve a criticar la, según él, excesiva deriva personalista del régimen. Nunca pudo llegar a imaginar que el germen de la traición fuese de tal magnitud. Deja que todos hablen, y cuando toma la palabra es para dar comienzo a las acusaciones: Para sorpresa de los presentes, aparecen documentos que hablan de reuniones con potencias extranjeras que intentan aplastar el proceso revolucionario, apropiaciones ilícitas de dinero y bienes, traición al pueblo y a los ideales que en su momento los llevaron a tomar las armas.
La purga es inmediata y no tiene piedad. Se hace imprescindible un escarmiento ejemplar: Decenas de personas son detenidas. Las cárceles se llenan, y los procesos judiciales quedan en manos de los mandos militares, que dictan sentencias a manos llenas. Las manifestaciones de protesta son disueltas sin miramientos, y dejan algunos cadáveres desparramados por las calles. Los señalados como cabecillas del movimiento son ejecutados sumariamente, las cuotas de sangre derramada se disparan, se proclama la ley marcial y se suspenden las garantías constitucionales hasta nuevo aviso.
Al otrora guerrillero le llegan ahora rumores de gentes no afines al régimen que reclutan voluntarios en los confines de la Patria para iniciar un movimiento armado en su contra. Se desempolvan viejas consignas, y las paredes se decoran con frases del tipo ‘Muerte al Dictador’. Su cólera no tiene límites contra este pueblo de desagradecidos y desleales con alguien que se jugó la vida por ellos con las armas en la mano y se parte el alma cada día para sacarlos a flote y darles un futuro. La represión se intensifica. El ejército toma definitivamente las ciudades y peina los campos. La muerte es inmediata contra todo aquél que muestre una conducta antipatriótica, una cara antipatriótica, o lo que cualquiera que sea posible acusar de antipatriótico.
Pero asombrosamente, todas estas decisiones no aplacan a los rebeldes. Al contrario: Consigue que se reproduzcan y sean cada vez más audaces. Los enfrentamientos armados aumentan en progresión geométrica y aparecen nuevos líderes revolucionarios, barbudos a los que se les llena la boca con términos como Libertad y Justicia. Da igual que el ejército intensifique la represión. Parecen tener las simpatías del pueblo, que les arropa y alimenta. Las proclamas y folletos en su contra corren de mano en mano, y aparecen en cualquier casa que se ordene registrar. Se ve obligado a fusilar a antiguos compañeros de armas, porque tanta infraestructura es imposible que se haya puesto en marcha sin apoyo desde dentro. Pero la medida se vuelve en su contra puesto que deja al ejército sin sus mejores mandos, y otra parte se pasa al bando enemigo. En un signo de osadía increíble, los barbudos bajan de los montes y comienzan a ocupar pueblos y ciudades. En poco tiempo la capital se ve amenazada puesto que las derrotas se suceden. El viejo revolucionario manda disponer a sus mejores soldados para la defensa del Palacio Presidencial...
Todo resulta en vano. Una mañana, los rebeldes hacen su entrada en palacio. Los últimos restos de militares que le son fieles defienden al Legítimo Presidente desde lo alto de la escalera que lleva al segundo piso. Caen sin remedio, desangrándose por los pasillos. Avanzan los traidores recorriendo estancias, con la mirada puesta sobre un único objetivo: Su despacho. Derriban la puerta y entran en tropel mientras Él, rojo de ira, les mira desde detrás de la mesa presidencial.
-Pandilla de desagradecidos que ni se dan cuenta del mal que le hacen al país- piensa, un instante antes de que el líder de los insurrectos levante el brazo para dar la orden definitiva... Lo fusilarán de nuevo horas más tarde, atado a un tronco en la Plaza de Occidente, para que todo el mundo pueda ver cuál es el destino final de los tiranos.

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