Hace dos años encontré mi Paraíso Perdido. Lo hice al redescubrir El Hierro, una maravillosa e irrepetible isla a la que ardo en deseos de volver. Después del tiempo transcurrido, aún permanece intacta la impresión por un paisaje único en la belleza de sus campos y costas, pero también en la amabilidad sin igual de sus gentes. Continuamente rememoro aquél mundo telúrico con tales rasgos de lava contraída en su piel, de formas imposibles, árboles retorcidos, riscos cortados de repente, rastros de hermosas leyendas, serenidad sin igual, y amor y respeto por el entorno.
Desde el primer momento conecté con la isla. Fue un amor a primera vista, que se vio confirmado con el paso de las jornadas que tuve la suerte de disfrutarla. Que no vayan nunca por allí los que buscan en sus vacaciones playa y sol durante el día y diversión fácil por la noche. Tampoco los herreños lo necesitan porque han sabido valorar el tesoro que poseen, firmando un pacto de no agresión con la naturaleza que les rodea, las tradiciones que los modelan como pueblo, y un futuro diferente y esperanzador al margen de las masificaciones y las prisas.
El visitante, sin embargo, es acogido con una calidez propia de otros tiempos. Suelen ser gentes también tranquilas, que buscan fundirse con el paisaje y respirar una serenidad que les atraviesa el alma con fuerza incontenible. Quiero volver a sentirlo, necesito saber que no fue un espejismo ese ramalazo de sensaciones casi místicas tan difíciles de comunicar, porque pisamos el terreno de lo intangible, del disfrute y el goce sin igual del espíritu.
Si hay un lugar que merecía ser nombrado Patrimonio de la Humanidad, ese es El Hierro. Lo descubrí en cada recodo de sus caminos, en la mirada sencilla de sus habitantes, en la corona forestal que encumbra la isla, en cada recodo de una costa abrupta y que sin embargo invita continuamente al baño, en cada pequeño detalle que los herreños han añadido para hacer aún más hermosa la belleza.
Por eso la necesidad de volver. Y quizás, incluso en un futuro me plantee que el billete, definitivamente sea sólo de ida...
Desde el primer momento conecté con la isla. Fue un amor a primera vista, que se vio confirmado con el paso de las jornadas que tuve la suerte de disfrutarla. Que no vayan nunca por allí los que buscan en sus vacaciones playa y sol durante el día y diversión fácil por la noche. Tampoco los herreños lo necesitan porque han sabido valorar el tesoro que poseen, firmando un pacto de no agresión con la naturaleza que les rodea, las tradiciones que los modelan como pueblo, y un futuro diferente y esperanzador al margen de las masificaciones y las prisas.
El visitante, sin embargo, es acogido con una calidez propia de otros tiempos. Suelen ser gentes también tranquilas, que buscan fundirse con el paisaje y respirar una serenidad que les atraviesa el alma con fuerza incontenible. Quiero volver a sentirlo, necesito saber que no fue un espejismo ese ramalazo de sensaciones casi místicas tan difíciles de comunicar, porque pisamos el terreno de lo intangible, del disfrute y el goce sin igual del espíritu.
Si hay un lugar que merecía ser nombrado Patrimonio de la Humanidad, ese es El Hierro. Lo descubrí en cada recodo de sus caminos, en la mirada sencilla de sus habitantes, en la corona forestal que encumbra la isla, en cada recodo de una costa abrupta y que sin embargo invita continuamente al baño, en cada pequeño detalle que los herreños han añadido para hacer aún más hermosa la belleza.
Por eso la necesidad de volver. Y quizás, incluso en un futuro me plantee que el billete, definitivamente sea sólo de ida...
1 comentario:
La verdad es que tal como la describes, parece el Edén...
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