Parece imparable la aparición de una nueva forma de hacer política en España. La hemos criticado hasta la saciedad cuando se circunscribía a otras tierras, pero también la vivimos ahora en nuestro país. Parece que de lo que se trata es de convertir la corrupción en virtud, la mentira en verdad y el fraude en una manera de hacer justicia. Es simple: Basta con colocar a los peores en lo más alto de las responsabilidades políticas y, en consecuencia, que apuesten por sus intereses privados y los de los que los apoyan, en lugar de los públicos que deberían defender.
Este binomio tiene dos grandes ventajas:
Primero, favorecer la economía de medios: Siempre resulta más barato situar a ciudadanos corruptos directamente en el poder que elegir candidatos honrados para luego perder tiempo y esfuerzos en corromperlos.
Segunda, refuerza el argumento falaz de que todos son iguales, con lo que tienen mucho camino recorrido los que hacen bandera de su corrupción en vez de esconderla bajo ideologías progresistas o pretensiones morales.
La honradez se queda en paños menores en una situación social degrada de tal manera, porque la cosa no funciona sin el procedimiento adecuado para propagar el virus. Para eso están los medios de comunicación al servicio del Poder, que fabrican la realidad acomodada a este innovador código moral, en el que se han invertido todos los valores. También ayudan, por supuesto, unos buenos mecanismos de manipulación sobre la policía y la judicatura, dando por descontada la puesta en escena de los que intentarán acallar al resto de medios de comunicación y de periodistas que no se hallan directamente asalariados por el poder corrupto.
Es el régimen perfecto: los deshonestos hacen público testimonio de sus obras benéficas; los medios ensalzan sus virtudes y niegan las críticas aunque estén documentadas; los tribunales se limitan a mirar hacia otro lado; y los votos se utilizan como sentencia absolutoria y lavado de cara. Esta sí que es una nueva pandemia que acabará por pudrir la democracia, convertida en blanqueadora de ladrones y farsantes. No es un mal nuevo, ha ocurrido en el pasado, y la historia es testigo de las alternativas que terminaron por surgir al calor de la enfermedad: Sólo hay que observar el avance del neofascismo en los distintos países de la Unión Europea para que el vello se nos ponga de punta.
Que un político sospechoso de corrupción vaya a declarar ante el juez en olor de multitudes y luciendo con orgullo la mayor de sus sonrisas, es de una impudicia tal que clama al cielo. Es sólo un ejemplo, pero lo más grave del asunto es que esto parece que no ha hecho más que empezar. A saber cómo acabará.
Este binomio tiene dos grandes ventajas:
Primero, favorecer la economía de medios: Siempre resulta más barato situar a ciudadanos corruptos directamente en el poder que elegir candidatos honrados para luego perder tiempo y esfuerzos en corromperlos.
Segunda, refuerza el argumento falaz de que todos son iguales, con lo que tienen mucho camino recorrido los que hacen bandera de su corrupción en vez de esconderla bajo ideologías progresistas o pretensiones morales.
La honradez se queda en paños menores en una situación social degrada de tal manera, porque la cosa no funciona sin el procedimiento adecuado para propagar el virus. Para eso están los medios de comunicación al servicio del Poder, que fabrican la realidad acomodada a este innovador código moral, en el que se han invertido todos los valores. También ayudan, por supuesto, unos buenos mecanismos de manipulación sobre la policía y la judicatura, dando por descontada la puesta en escena de los que intentarán acallar al resto de medios de comunicación y de periodistas que no se hallan directamente asalariados por el poder corrupto.
Es el régimen perfecto: los deshonestos hacen público testimonio de sus obras benéficas; los medios ensalzan sus virtudes y niegan las críticas aunque estén documentadas; los tribunales se limitan a mirar hacia otro lado; y los votos se utilizan como sentencia absolutoria y lavado de cara. Esta sí que es una nueva pandemia que acabará por pudrir la democracia, convertida en blanqueadora de ladrones y farsantes. No es un mal nuevo, ha ocurrido en el pasado, y la historia es testigo de las alternativas que terminaron por surgir al calor de la enfermedad: Sólo hay que observar el avance del neofascismo en los distintos países de la Unión Europea para que el vello se nos ponga de punta.
Que un político sospechoso de corrupción vaya a declarar ante el juez en olor de multitudes y luciendo con orgullo la mayor de sus sonrisas, es de una impudicia tal que clama al cielo. Es sólo un ejemplo, pero lo más grave del asunto es que esto parece que no ha hecho más que empezar. A saber cómo acabará.
1 comentario:
Lo que más me molesta es que en España somos los que estamos en crisis, ya que somos los únicos que seguimos robando a gente que no tiene dinero.
Por eso, la política española me da mucha pena. Deberíamos fijarnos más en otros países y aprender de cómo estan organizados, como ejemplo elegiría a algún país escandinavo.
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