Imagen: Fotograma de 'Tiempos Modernos', de Charles Chaplin
Hasta los primeros años del siglo XIX, los acontecimientos históricos tenían su propio ritmo pausado. Pero a partir de entonces, la sucesión de acontecimientos ha sido vertiginosa. A saber:
Entre la derrota definitiva de Napoleón, allá por 1814, y el estallido de la Primera Guerra Mundial transcurren 100 años de paz en suelo europeo, con mínimas interrupciones no demasiado destacables. Durante ese tiempo el continente pasa de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, con abrumadora mayoría de población campesina y un modo de vida casi medieval, a la definitiva inserción de las ciudades como motor de la sociedad y el irreversible proceso de tecnificación... El cambio resulta tan espectacular que alguien que se mueve en 1814 a pie, a caballo o a vela; en 1914 tiene a su disposición el ferrocarril, los buques a vapor o el avión. El mundo material cambió más aceleradamente en aquellos 100 años que en los 2.000 anteriores.
Por el contrario en España, como en tantas otras cuestiones, las cosas sucedieron de un modo notablemente más modesto: La sociedad española que vivió la proclamación de la Segunda República se parecía más a la francesa del Antiguo Régimen que a la del siglo XX. Cuando comienza la tecnificación, hacia 1810, este país era un trozo de África clavado en Europa. Los soldados franceses de la guerra napoleónica seguramente juzgarían a la población rural española de forma parecida a como los marines americanos lo hacen con la de Irak: analfabetismo, arcaísmo, fanatismo religioso, y contentos con su esclavitud política.
Los grabados de Goya nos muestran un aspecto de la vida española de comienzos del siglo XX, confirmado por todas las fuentes históricas: Son estampas de gente envilecida por la miseria, que desconfía de la minoría Ilustrada. Efectivamente, Europa acababa en los Pirineos.
España no había dado el gigantesco salto de sus vecinos y había perdido el siglo XIX como quien olvida una maleta en la estación. Ese atraso de 100 años lo llevaría colgado del cuello otro siglo, porque el impulso renovador que habría supuesto el régimen republicano se truncó con la dictadura, y la España de Franco tampoco avanzó un paso hacia la cordura económica hasta los años sesenta y sólo en 1980 comenzaría seriamente la evolución material y política que Europa había emprendido 100 años antes.
No sería exagerado argumentar que fue con la llegada al poder de los socialistas cuando llegó el sistema capitalista (y su alter ego, la democracia) a España, ya que lo anterior ni siquiera puede calificarse de capitalismo: estaba demasiado próximo al feudalismo, cuando no al despotismo más dieciochesco. A pesar de todo, no debe extrañar la enormidad de agujeros, retrocesos, equívocos, chapuzas e interrogantes que aún quedan por resolver en la democracia española y en la vida material de los españoles: El considerar a los ciudadanos como a súbditos, la burocracia asfixiante, el feudalismo fáctico, los privilegios de los poderosos, la arrogancia de los eclesiásticos, la calamidad del sistema educativo, la barbarie más tosca tolerada por políticos y jueces, el narcisismo regional, la exigua ilustración de las clases dirigentes... Forma parte de lo heredado.
No es sencillo cubrir dos siglos en uno. Nos quedamos sin siglo XIX, de modo que lo recorrido a partir de 1980 ha sido vertiginoso. Como es lógico, todavía arrastramos mucha incuria del siglo perdido, la cual afecta a millones de ciudadanos a través de abusivos monstruos feudales como Renfe, las eléctricas o Telefónica, incapaces de adaptarse a las normas europeas, ya que en lugar de servir a sus clientes son los clientes quienes les sirven a ellos. Un atraso que comparten con partidos políticos desprestigiados donde la libertad de opinar brilla por su ausencia y se protegen a sí mismos con una especie de sindicalismo vertical.
El cambio más espectacular se ha producido en las pequeñas y medianas ciudades, que hace 40 años eran lugares en los que apenas se veía por las calles a unas viejas de pañoleta negra, labriegos ásperos y bobos bizcos (que tan bien reflejó Buñuel), pero que hoy forman el hábitat más sano del país. Ahí es donde la vida resulta ahora más civilizada, provechosa y sociable. Casi todas han convertido sus centros históricos en peatonales, han reparado monumentos, creado espacios para el paseo, la reunión o la cultura, han agilizado los servicios y han mejorado enormemente el transporte hacia el centro. Otras urbes lo han llevado peor. Todavía sufren el caudillaje de los automóviles, la agresión de los ociosos violentos, el abuso de las compañías de servicios, la inepcia de los burócratas, la impunidad del crimen o el envenenamiento del aire. No estaría mal emprender esa definitiva batalla para hacerlas más habitables y racionales, menos cautivas de la corrupción, el crimen tolerado y el clientelismo. Quizás el próximo capítulo de la democracia española sea precisamente esa definitiva regeneración urbana.
Entre la derrota definitiva de Napoleón, allá por 1814, y el estallido de la Primera Guerra Mundial transcurren 100 años de paz en suelo europeo, con mínimas interrupciones no demasiado destacables. Durante ese tiempo el continente pasa de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, con abrumadora mayoría de población campesina y un modo de vida casi medieval, a la definitiva inserción de las ciudades como motor de la sociedad y el irreversible proceso de tecnificación... El cambio resulta tan espectacular que alguien que se mueve en 1814 a pie, a caballo o a vela; en 1914 tiene a su disposición el ferrocarril, los buques a vapor o el avión. El mundo material cambió más aceleradamente en aquellos 100 años que en los 2.000 anteriores.
Por el contrario en España, como en tantas otras cuestiones, las cosas sucedieron de un modo notablemente más modesto: La sociedad española que vivió la proclamación de la Segunda República se parecía más a la francesa del Antiguo Régimen que a la del siglo XX. Cuando comienza la tecnificación, hacia 1810, este país era un trozo de África clavado en Europa. Los soldados franceses de la guerra napoleónica seguramente juzgarían a la población rural española de forma parecida a como los marines americanos lo hacen con la de Irak: analfabetismo, arcaísmo, fanatismo religioso, y contentos con su esclavitud política.
Los grabados de Goya nos muestran un aspecto de la vida española de comienzos del siglo XX, confirmado por todas las fuentes históricas: Son estampas de gente envilecida por la miseria, que desconfía de la minoría Ilustrada. Efectivamente, Europa acababa en los Pirineos.
España no había dado el gigantesco salto de sus vecinos y había perdido el siglo XIX como quien olvida una maleta en la estación. Ese atraso de 100 años lo llevaría colgado del cuello otro siglo, porque el impulso renovador que habría supuesto el régimen republicano se truncó con la dictadura, y la España de Franco tampoco avanzó un paso hacia la cordura económica hasta los años sesenta y sólo en 1980 comenzaría seriamente la evolución material y política que Europa había emprendido 100 años antes.
No sería exagerado argumentar que fue con la llegada al poder de los socialistas cuando llegó el sistema capitalista (y su alter ego, la democracia) a España, ya que lo anterior ni siquiera puede calificarse de capitalismo: estaba demasiado próximo al feudalismo, cuando no al despotismo más dieciochesco. A pesar de todo, no debe extrañar la enormidad de agujeros, retrocesos, equívocos, chapuzas e interrogantes que aún quedan por resolver en la democracia española y en la vida material de los españoles: El considerar a los ciudadanos como a súbditos, la burocracia asfixiante, el feudalismo fáctico, los privilegios de los poderosos, la arrogancia de los eclesiásticos, la calamidad del sistema educativo, la barbarie más tosca tolerada por políticos y jueces, el narcisismo regional, la exigua ilustración de las clases dirigentes... Forma parte de lo heredado.
No es sencillo cubrir dos siglos en uno. Nos quedamos sin siglo XIX, de modo que lo recorrido a partir de 1980 ha sido vertiginoso. Como es lógico, todavía arrastramos mucha incuria del siglo perdido, la cual afecta a millones de ciudadanos a través de abusivos monstruos feudales como Renfe, las eléctricas o Telefónica, incapaces de adaptarse a las normas europeas, ya que en lugar de servir a sus clientes son los clientes quienes les sirven a ellos. Un atraso que comparten con partidos políticos desprestigiados donde la libertad de opinar brilla por su ausencia y se protegen a sí mismos con una especie de sindicalismo vertical.
El cambio más espectacular se ha producido en las pequeñas y medianas ciudades, que hace 40 años eran lugares en los que apenas se veía por las calles a unas viejas de pañoleta negra, labriegos ásperos y bobos bizcos (que tan bien reflejó Buñuel), pero que hoy forman el hábitat más sano del país. Ahí es donde la vida resulta ahora más civilizada, provechosa y sociable. Casi todas han convertido sus centros históricos en peatonales, han reparado monumentos, creado espacios para el paseo, la reunión o la cultura, han agilizado los servicios y han mejorado enormemente el transporte hacia el centro. Otras urbes lo han llevado peor. Todavía sufren el caudillaje de los automóviles, la agresión de los ociosos violentos, el abuso de las compañías de servicios, la inepcia de los burócratas, la impunidad del crimen o el envenenamiento del aire. No estaría mal emprender esa definitiva batalla para hacerlas más habitables y racionales, menos cautivas de la corrupción, el crimen tolerado y el clientelismo. Quizás el próximo capítulo de la democracia española sea precisamente esa definitiva regeneración urbana.
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