Hay quienes han ganado, aunque todo nos indique a los demás que forman parte de la nómina de los perdedores. Como David. Hasta que cumplió la mayoría de edad, comía caliente todos los días gracias a su estancia en un colegio de educación especial debido a su retraso, pero lo que para otros podría ser la libertad, a él le supuso que sólo le quedase la calle. Las instituciones, las normas..., vaya usted a saber la razón. El caso es que alguien cómodamente sentado en el sillón de cuero de su despacho decidió que una vez cumplidos los 18 años, ya no era responsabilidad de las autoridades. Así se escriben estas historias. Siempre hay quien se lava las manos. El mundo está lleno de Pilatos...
Lo conozco porque vive por mi misma zona y me lo suelo tropezar de vez en cuando. Ese día me encontraba cumpliendo con el pequeño rito del desayuno dominical en forma de chocolate y churros en la terraza de una cafetería, cuando pasó por allí. Sabía de su historia: Padres alcohólicos, hermanos delincuentes, maltrato... Vive en su mundo, no se mete con nadie, vagabundea de aquí para allá buscando a alguien que le solucione la comida del día, un inocente y apacible niño con cuerpo de hombre que te sobrecoge el corazón por cómo se ha ensañado la suerte con él. Tiene una capacidad especial para conquistar el cariño de la gente. Lo sé, porque lo he visto tantas veces... Cuando te mira, andrajoso y sucio, ves la verdadera limpieza en el fondo de sus ojos y descubres que ayudarle es ayudarte a ti mismo. Porque además de un personaje de la ciudad, es por encima de todo, una persona.
Su gran ilusión habría sido ser policía. Quizás porque en su visión simple de la vida, ellos son los buenos, los que se ocupan de salvarnos a los demás de los peligros que nos acechan. Siempre lleva encima con un walkie-talkie estropeado, pero que a él le funciona perfectamente pues es una herramienta imprescindible para la importante misión que se supone estará cumpliendo en esos momentos... Sé que es objeto de burlas por parte de los que combaten sus frustraciones con la crueldad hacia los que no pueden defenderse, pero le salva su inocencia, que acaba por avergonzar hasta a los más desalmados...
Al verme me saludó como siempre, con afecto. Enseguida me enseñó su nuevo juguete y mirando hacia los lados en plan conspirador, me dio a entender que estaba embarcado en algo importante... Lo invité a desayunar. La gente miraba extrañada y con algo de aprensión, al ver en aquella mesa a alguien con semejante aspecto, pero noté como una sonrisa comprensiva se iba adueñando de todas las caras, a medida que escuchaban la conversación que manteníamos. No estuvo mucho tiempo, porque siempre tiene prisa: El deber le llama. Comió con un apetito voraz, me sacó un par de euros “para después”, y se fue con ese aire de sencillez, alegría e imaginación que le envuelve.
El camarero, un magnífico sicólogo como sólo pueden serlo los que han estudiado la vida tras la barra de un bar, me guiño un ojo cuando le pedí la cuenta. Nos despedimos con una sonrisa cómplice: No me había cobrado la consumición de David.
Lo conozco porque vive por mi misma zona y me lo suelo tropezar de vez en cuando. Ese día me encontraba cumpliendo con el pequeño rito del desayuno dominical en forma de chocolate y churros en la terraza de una cafetería, cuando pasó por allí. Sabía de su historia: Padres alcohólicos, hermanos delincuentes, maltrato... Vive en su mundo, no se mete con nadie, vagabundea de aquí para allá buscando a alguien que le solucione la comida del día, un inocente y apacible niño con cuerpo de hombre que te sobrecoge el corazón por cómo se ha ensañado la suerte con él. Tiene una capacidad especial para conquistar el cariño de la gente. Lo sé, porque lo he visto tantas veces... Cuando te mira, andrajoso y sucio, ves la verdadera limpieza en el fondo de sus ojos y descubres que ayudarle es ayudarte a ti mismo. Porque además de un personaje de la ciudad, es por encima de todo, una persona.
Su gran ilusión habría sido ser policía. Quizás porque en su visión simple de la vida, ellos son los buenos, los que se ocupan de salvarnos a los demás de los peligros que nos acechan. Siempre lleva encima con un walkie-talkie estropeado, pero que a él le funciona perfectamente pues es una herramienta imprescindible para la importante misión que se supone estará cumpliendo en esos momentos... Sé que es objeto de burlas por parte de los que combaten sus frustraciones con la crueldad hacia los que no pueden defenderse, pero le salva su inocencia, que acaba por avergonzar hasta a los más desalmados...
Al verme me saludó como siempre, con afecto. Enseguida me enseñó su nuevo juguete y mirando hacia los lados en plan conspirador, me dio a entender que estaba embarcado en algo importante... Lo invité a desayunar. La gente miraba extrañada y con algo de aprensión, al ver en aquella mesa a alguien con semejante aspecto, pero noté como una sonrisa comprensiva se iba adueñando de todas las caras, a medida que escuchaban la conversación que manteníamos. No estuvo mucho tiempo, porque siempre tiene prisa: El deber le llama. Comió con un apetito voraz, me sacó un par de euros “para después”, y se fue con ese aire de sencillez, alegría e imaginación que le envuelve.
El camarero, un magnífico sicólogo como sólo pueden serlo los que han estudiado la vida tras la barra de un bar, me guiño un ojo cuando le pedí la cuenta. Nos despedimos con una sonrisa cómplice: No me había cobrado la consumición de David.
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