martes, 8 de mayo de 2007

LA ACAMPADA EN LA PLAYA


El día había amanecido espléndido. El sol se había adueñado del horizonte y todo indicaba que iba a ser un fin de de semana ideal para acampar en la playa. Costaba llegar hasta la cala, les esperaba una buena caminata, pero a ellos no les importaba. Gracias a esa circunstancia, el lugar se había salvado de la especulación urbanística y se mantenía como un sitio tranquilo para tomar el sol y disfrutar del mar.
Los cuatro amigos llegaron pronto, pero el calor empezaba a apretar. Dejaron las mochilas y se emplazaron para montar la caseta por la tarde, cuando refrescase un poco. El día transcurrió entre chapuzones, sol a raudales, relajación y buen ánimo.
Llegó la tarde, montaron el campamento y alguien propuso conseguir madera y preparar una hoguera para cuando oscureciera...
Así lo hicieron. El plan era cenar, un poco de charla, entonar alguna canción, pasar en suma un rato divertido a la luz y el calor del fuego. En ello estaban cuando escucharon el estruendo y los primeros gritos. Llegaban desde la oscuridad del mar y en otro idioma. Pero no hacía falta entender lo que decían, porque la desesperación no necesita traducción alguna. Enfocaron con las linternas y lo que vieron les heló la sangre. Una barca se había estrellado contra las rocas que resguardaban la pequeña ensenada que formaba la playa. Estaba claro. Eran inmigrantes que guiados por la hoguera trataban de llegar a la costa, pero se habían metido ellos mismos en una trampa que podía ser mortal. Los cuatro amigos se miraron preguntándose qué hacer.
-Probablemente la mayoría no sepa nadar– dijo uno. –Así que..., ¿a qué estamos esperando?
Se lanzaron al agua sin pensarlo más, y los minutos siguientes fueron una carrera por la vida. Encontraron a algunos aferrados a las rocas, otros arrastrados por la corriente, pero no cejaron incluso cuando sintieron que las fuerzas les abandonaban. Fue un ir y venir hasta la arena en una lucha contra el tiempo, el frío del agua y las energías que les quedaban. Cuando los gritos de aquella pobre gente cesaron, contaron quince cuerpos tumbados en la arena.
No podían perder ni un segundo: Rápidamente, mientras uno de ellos llamaba a al servicio de urgencias, los demás sacaron todo lo que podía servir de abrigo: Sacos de dormir, alguna manta, toallas, ropa, incluso el propio doble techo de la caseta servía. Les conminaron a acercarse al fuego, pero algunos ni siquiera podían hacerlo por si mismos por lo que tuvieron, literalmente, que arrastrarlos... Les acercaron agua y la comida que les quedaba, que los náufragos devoraron con ansia.
Aún quedaría un buen rato. No podían hacer más. Sólo intentar calmarlos, que supieran que estaban entre amigos, que nadie les iba a hacer daño alguno. Empezaron a entenderse, a intercambiar palabras y señas con las manos y fue cuando se enteraron que faltaban tres de los que habían iniciado el viaje. Miraron al mar y comprendieron... Estaban allí mismo, en el fondo de aquél mar que para ellos había sido durante años un medio para pasar buenos ratos, y que para otros sólo servía para escapar a la desesperación o encontrar la muerte.
Mucho después, cuando acabó el ajetreo de los servicios de rescate, la guardia civil, los periodistas..., uno de los amigos, sin tiempo apenas para haber asimilado la heroicidad de aquella noche, se acercó a la orilla sollozando:
- Tuve entre las manos a uno– repetía sin cesar –pero no pude sujetarle, y pude ver sus ojos cuando se hundía... -

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