La pasada semana, días antes de la manifestación de Madrid, leo con asombro que en este país se han agotado en los comercios las existencias de banderas españolas. Cuando no se tienen argumentos, se saca de paseo la bandera, el himno, la patria y esa ¡Es-Pa-Ña! , que querrían que volviese a ser una Unidad de Destino en lo Universal. Que quieren que les diga. Para alguien que proviene de las filas del nacionalismo canario y al que le ha costado lo suyo reconciliarse con el país al que sus documentos de identidad indican que pertenece, le están fastidiando bien todo el esfuerzo realizado.
Aparecen de nuevo los que quieren borrar de un plumazo este lugar de encuentro de distintas sensibilidades. Sólo admiten una España, la de ellos y se apropian del país y los símbolos que deberían representarlo. Pues lo siento, pero no son los mismos que los míos: Lo español es para mí un esfuerzo colectivo por integrar la diversidad, el encuentro en una cultura común, un terreno donde todos podemos entendernos. Una España de gazpacho y jamón Ibérico, pero también de conejo en salmorejo y papas arrugadas. Somos eso: pan con tomate y un futbolista fallando un penalti en un mundial.
Lo que nunca podré compartir es la perversidad de sacar banderas y cantar himnos, el apropiarse de unas víctimas y un lazo azul que son de todos, la ira fomentada por intereses bastardos, el convertir en enemigo al que piensa diferente, el que existan “españoles decentes” (lo que implica que haya también lo contrario), el que sólo pueda existir una idea de nación. Si eso es ser español, que paren el tren, que me bajo.
El orgullo de un país se demuestra trabajando por él, haciéndolo crecer, mirando con tiento las promesas, sacando adelante la estructura social le pese a quien le pese y, también, cuestionando los signos que lo identifican y los valores que lo definen. Más todavía en este mundo globalizado donde las identidades acabarán por ser mestizas. Nunca como ahora para que lo local sea el despegue hacia la galaxia de lo global. Ahora que deberíamos sentirnos orgullosos de nosotros mismos, han vuelto los verdaderos enemigos: Los que se definen a si mismo como patriotas y lo demuestran con banderas al viento y amenazas a todos los demás. De ahí a la extrema derecha, ya ni siquiera queda un paso.
Aparecen de nuevo los que quieren borrar de un plumazo este lugar de encuentro de distintas sensibilidades. Sólo admiten una España, la de ellos y se apropian del país y los símbolos que deberían representarlo. Pues lo siento, pero no son los mismos que los míos: Lo español es para mí un esfuerzo colectivo por integrar la diversidad, el encuentro en una cultura común, un terreno donde todos podemos entendernos. Una España de gazpacho y jamón Ibérico, pero también de conejo en salmorejo y papas arrugadas. Somos eso: pan con tomate y un futbolista fallando un penalti en un mundial.
Lo que nunca podré compartir es la perversidad de sacar banderas y cantar himnos, el apropiarse de unas víctimas y un lazo azul que son de todos, la ira fomentada por intereses bastardos, el convertir en enemigo al que piensa diferente, el que existan “españoles decentes” (lo que implica que haya también lo contrario), el que sólo pueda existir una idea de nación. Si eso es ser español, que paren el tren, que me bajo.
El orgullo de un país se demuestra trabajando por él, haciéndolo crecer, mirando con tiento las promesas, sacando adelante la estructura social le pese a quien le pese y, también, cuestionando los signos que lo identifican y los valores que lo definen. Más todavía en este mundo globalizado donde las identidades acabarán por ser mestizas. Nunca como ahora para que lo local sea el despegue hacia la galaxia de lo global. Ahora que deberíamos sentirnos orgullosos de nosotros mismos, han vuelto los verdaderos enemigos: Los que se definen a si mismo como patriotas y lo demuestran con banderas al viento y amenazas a todos los demás. De ahí a la extrema derecha, ya ni siquiera queda un paso.
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