La vida siempre acaba mal.
Siempre promete
más de lo que da
y no devuelve
nunca el furor,
el entusiasmo que pusimos
al apostar por ella.
Es como si cobrase
en oro fino
la calderilla que te ofrece
y sus deudas pendientes
-hoy por hoy-
pueden llenar
un corazón de plomo.
No sé por qué
agradezco todavía
el beso frío de la calle
en las noches de invierno,
mientras que me reclaman,
parpadeando,
sus ojos como luces
de algún puerto.
Por qué espero el calor
que se fue tantas veces,
el deseo por encima
de todas las heridas.
Pero acaso me calma
una tibia tristeza
que ya dejo florecer.
Todo sucede lejos
o se apaga
como los pasos
que no doy.
La vida siempre acaba mal,
no hay final feliz.
Y bien mirado:
¿puede terminar bien
lo que irremediablemente
se ha de acabar?

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