Joaquim Torres García es el fundador de una corriente artística llamada universalismo constructivo, que integra las raíces indígenas y populares dentro de la estructura del lenguaje constructivista. A través de ella, el artista propuso una síntesis entre lo racional y lo espiritual, lo contemporáneo y lo ancestral y entre el Norte y el Sur, ofreciendo un modo de ver, entender y representar la modernidad desde Latinoamérica.
Su pintura constructiva admite una lectura formal, plástica y semántica de índole espiritual. Cuadrados y rectángulos son organizados con una idea mística del orden con numerosos símbolos provenientes del patrimonio universal.
Torres afianza composiciones que luego serán distintivas: una estructura geométrica, de celdas construidas siguiendo los principios de la proporción clásica; dentro de ellas se insertan signos de aspecto esquemático combinados con números y grafismos. Se trata de elementos que provienen del acervo filosófico universal y del suyo propio en los que se identifican símbolos alquímicos, masones, de la antigüedad clásica, del cristianismo primitivo, de culturas precolombinas, de la modernidad técnica o simples utensilios de la vida cotidiana, tomados como formas para determinadas soluciones plásticas.
En sus pinturas tempranas se encuentran referencias al mundo antiguo greco-romano, así como a maestros del arte español y renacentistas italianos, las mismas se caracterizan por un ajustado dibujo de gran sobriedad cromática y una particular geometría de corte modernista. A partir de 1928 y de su vinculación con Mondrian y Van Doesburg, promotores del sintético neoplasticismo, comienza a introducir en sus pinturas el entramado ortogonal que continuará desarrollando durante el resto de su vida. Torres García consideraba que el arte debe estar al servicio de la razón y de la armonía del orden cósmico y lo plantea en su obra a través de símbolos y signos universales dentro de una estructura construida sobre la proporción áurea o regla de oro.
La vinculación de Torres-García con Cataluña fue muy profunda: no solo su padre era catalán (de Mataró) y se casó con una catalana (Manolita Piña), sino que la mitad de su carrera artística se desarrolló en Cataluña. De hecho, llegó concretamente a Mataró en 1891, a bordo del barco Giava, después de hacer escala en el puerto italiano de Génova procedente de su Uruguay natal. Tenía solo diecisiete años y tras un primer año en Mataró se instaló en Barcelona, donde residió –salvo estancias puntuales fuera– hasta 1920, cuando se fue a vivir a Nueva York.


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