Con cuidado y cautela
mordisqueo
el borde marchitado
de las frutas
que el inicio del otoño
aún me ofrece.
Son romos sus contornos,
pero es dulce la mezcla
del jugo y la saliva,
y es mansa la lengua
que entrelaza
la carne comestible
y el fonema que puede
designarla.
Hay paz
en el desprendimiento
del fruto de su rama,
y hay paz en el desgarro
de un cuerpo que atraviesa
su propia finitud
para, obstinadamente,
reiterarse en cuerpo.
Nombro la suavidad
de unos albaricoques
que, olvidados al sol,
autorizan su propia
podredumbre;
hay paz en los insectos
que liban el azúcar
de sus pieles,
en su reblandecerse
y en su oscurecimiento,
hay paz en el breve
expandirse del zumo
por el cuerpo feliz,
definitivo de los frutos.
Es posible
que se esté celebrando
una ceremonia
de despedida,
el árbol sabe
que ha de retomar
su ciclo de vida
y empieza la adaptación
para la llegada del invierno.
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