Dos jóvenes se besan
sumergidos en el mar.
Sus cuerpos,
de una juventud
no agotada,
habían sido horizonte,
olas y risas durante
la mañana.
Y ahora son un beso,
un prolongado beso
con sabor a sal.
Sus manos acarician
las espaldas bronceadas
y los límites intuidos
en la frontera
de los bañadores.
Y los labios
se vuelven medusas
de un mar transparente.
Y se besan
sin cerrar los ojos.
Mirándose
y sintiendo cómo
se vuelven uno
entre tanta lengua.
Y, a lo lejos,
un niño
no deja de golpear
la misma arena
que la pareja pisa,
quizás intentando
llamar la atención,
a la espera de un beso
que nunca llega.
Y dos mujeres
pasean su edad
por la orilla
y vuelven
la cara al pasar
delante de aquél beso:
espejo de los besos
que nunca
se atrevieron a darse,
de los besos
que permanecen vírgenes
en sus labios,
sobre la arena remota
de sus playas infantiles
y en las camas
ancianas
de sus dormitorios mudos.
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