Aciertan los historiadores cuando nos censuran por comparar el mundo de hoy con el ascenso de los fascismos históricos de la década de 1930. No porque la comparación sea un síntoma de presentismo, el peor de los vicios para un historiador, sino porque estos años que vivimos evocan más el Antiguo Régimen, con sus pelucas empolvadas, sus dorados versallescos, sus chateaux del Loira y sus despotismos a veces ilustrados, aunque siempre despóticos.
Lo vimos en la boda de Jeff Bezos, que se alquiló Venecia entera, y por un poco más, casi se la compra. Los ultrarricos que aúpan a los villanos de hoy —o que los miran con simpatía o, como poco, con indiferencia calculada— forman una aristocracia capaz de someter la libertad de muchos Estados y de conformar el mundo a su capricho. Elon Musk, paradigma de la nueva casta, parece escapado de una novela del marqués de Sade. Sus modos no se distinguen de los de un señor feudal con derechos absolutos sobre los siervos. Desprecian la noción del bien común y las virtudes republicanas más elementales. Borrachos de poder, solo tienen fe en sí mismos y en su voluntad. Si las elecciones no les permitieran controlar gobiernos, y sus fortunas no avalasen sus delirios, un juez los inhabilitaría y los internaría en una institución adecuada. Pero, como los nobles en Versalles, han aprendido que su capricho es ley. Además, la parte del pueblo que en otras épocas montaba guillotinas en la plaza de la Concordia les jalea y amenaza con cortar la cabeza de los demócratas, señalados como elitistas progres.
La involución va mucho más allá del porcentaje de voto que puedan arañar los partidos ultras en Europa, tanto si les da para gobernar o solo para incordiar. También rebasa los crímenes y razias que pueda cometer Trump en lo que ya difícilmente puede percibirse como una democracia. Incluso supera el genocidio sobre los palestinos en Gaza o la invasión de Ucrania. El cambio es profundo, de estructura, aunque tal vez no sea aún irreversible. Pero ya ha sucedido. Hemos dejado de vivir en un mundo de valores republicanos de igualdad, libertad y fraternidad. Quizá podamos recuperarlos, pero los demócratas, de momento, vamos perdiendo en esta guerra.
Cualquiera puede verlo en su vida cotidiana, y millones lo sufren de manera trágica. Que los centros de las capitales europeas sean guetos de millonarios, a los que solo les faltan un foso con cocodrilos y unas murallas, es la manifestación más general y clara del nuevo sistema de castas que rige. El principio de igualdad —que siempre fue un ideal irrealizable, pero se expresaba como horizonte hacia el que debía marchar una sociedad democrática— está catastróficamente roto. Los discursos sobre la desigualdad de los científicos sociales apenas edulcoran la certeza brutal de que cada día aumentan los ciudadanos que no pueden ejercer de tales porque sus derechos están muy limitados. Su derecho a la sanidad, a la educación, a recibir información veraz, a la vivienda, al trabajo digno e incluso a la representación política están seriamente degradados o imposibilitados. Las medidas sociales de gobiernos progresistas actúan a veces como paliativos, casi siempre insuficientes. Eso los convierte en ciudadanos de segunda clase, en una casta sin poder. Más grave es aún la situación de los inmigrantes, desposeídos de su condición de ciudadanos y trabajando en un régimen casi esclavista para una sociedad que no les permite participar de ninguna manera mientras les exige que se integren sin acogerlos.
Aún estamos a tiempo de revertir la situación, pero la gran duda es si estamos dispuestos a lo que sea necesario para recuperar el ideal de vivir en una sociedad justa y democrática.
No hay comentarios:
Publicar un comentario