No puedo hablar
de amor.
Falta el abrazo, el roce,
la piel de la palabra.
Y los ojos buscando
el latido del otro
en ese espacio inmenso
de la orfandad.
No puedo hablar
de amor,
porque ya no amo.
Se secó ese líquido
crepitando dentro
de la marmita del dolor,
ese estado de libélulas
despiertas sin respuestas.
Pero he aprendido
que no es amar la cuestión:
se trata de desterrar
cualquier sentimiento
de aversión,
de respetar la dignidad
propia y de los demás
y a partir de ahí
conseguir sentirse bien
con uno mismo,
estando solo o acompañado.
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