Las críticas hablaban
de películas extrañas
con la solemnidad
y el embeleso
de un orador del siglo XVII
glosando a San Jerónimo
en elíptica prosa gongorina.
Decían cosas como
que el director reflejaba
un no-lugar
donde todo acontece
y los afectos
se (re)piensan
en cada fotograma.
Al parecer no era
–como yo en mi candor
hubiera dicho–
ni tortura ni olímpico coñazo.
Su ritmo es una crítica
implacable -continuaban-
al ethos liberal
de la eficiencia
que nos quiere cansados
y alienados.
Yo siempre me he negado
a tener una papila
gustativa acorde
a tantos filosóficos manjares.
Al final, harto
de conversaciones
imposibles
con que nos martiriza
la postmodernidad
desfalleciente,
respondía y respondo,
lacónico y seguro:
La verdad…
Yo es que tengo clarísimo
que soy más de John Ford.
No hay comentarios:
Publicar un comentario