Resulta una triste ironía que Francia, el país cuyos filósofos y pensadores del siglo XVIII iluminaron al mundo con su defensa de la razón y del espíritu crítico, se convierta tres siglos más tarde en el escenario de un episodio de barbarie, en las antípodas de todo lo que representó el Siglo de las Luces. La sociedad francesa trata aún de comprender las circunstancias que rodearon la muerte del streamer francés Jean Pormanove. Este antiguo militar, con medio millón de seguidores en sus canales, participaba desde hacía tres años en largas sesiones en directo emitidas a través de la plataforma australiana Kick. En ellas, otros dos hombres sometían a Pormanove a un amplio catálogo de vejaciones: patadas, golpes, intentos de estrangulamiento, ingestión de productos químicos, insultos o humillaciones. El último directo se prolongó durante casi 12 días y acabó cuando los streamers torturadores repararon en que Pormanove estaba muerto. La sesión fue seguida por 15.000 espectadores.
Todo lo que rodea al caso Pormanove es oscuro y sórdido, pero también tremendamente ilustrativo de cómo las redes sociales han terminado por generar un universo de lo extremo con nuevos líderes, leyes propias y mucho dinero en juego. De hecho, fue la motivación económica la que, según sus familiares, llevó a Pormanove a someterse a vejaciones en directo, una puesta en escena por la que ingresaba 6.000 euros al mes. A esa cifra habría que añadirle otros miles de euros procedentes de las donaciones que los espectadores podían enviar durante los directos, un dinero que hacían llegar con insultos o peticiones como “Estrangúlalo, quiero verlo morir”. De esta forma los ingresos de la plataforma de directos crecían al tiempo que los espectadores podían disfrutar de una experiencia más intensa y participativa.
¿Dónde ha quedado la humanidad en todo esto? Para las casi 200.000 personas que seguían habitualmente el canal de Pomarnove, la violencia o la crueldad ejercidas sobre un ser humano no parecían representar un impedimento ético, más bien un aliciente. “La gente disfrutaba viendo cómo se martirizaba y humillaba constantemente a una persona, llevándola al límite”, comentaba en Le Figaro un testigo del directo que se declaraba horrorizado por la violencia que emanaba del canal de comentarios. No comprendía “por qué los espectadores parecían desearle tanto mal”.
Este tsunami moral desembarca en nuestras vidas alimentado en parte por la pasividad de las plataformas tecnológicas que han hecho de la moderación de los contenidos la última de sus preocupaciones. Más bien, al contrario, la ausencia de límites parece ahora un reclamo para futuros clientes. En dos años, los australianos de la plataforma Kick, que emitió la muerte del streamer francés, han conseguido hacerse un hueco en el mercado tolerando los contenidos provocadores que otras plataformas prefieren censurar. Un ejemplo más de cómo las redes sociales parecen haberse instalado en un rentable modelo de negocio basado en la irresponsabilidad ilimitada. Los poderes públicos titubean ante los gigantes tecnológicos, los nuevos actores del poder global, a pesar de que existen organismos nacionales y legislación europea que espera a ser aplicada. Resulta alarmante la desconexión existente entre los poderes establecidos y una post-realidad social en pleno boom. Tenemos que abrir los ojos a esta economía del odio. A la denuncia de los ingenieros del caos político hay que añadir ahora la de los ingenieros del caos moral, es la dictadura del algoritmo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario