Cada día que pasa resulta más insoportable el grosero espectáculo político al que estamos asistiendo en España. Por resumir, tenemos un Gobierno bajo sospecha por la corrupción que asola a los principales dirigentes del PSOE. Una oposición que desde el primer minuto le ha negado legitimidad alguna a un Gobierno nacido del voto parlamentario, en un aquelarre sin tregua y que denuncia la corrupción de otros sin haber reconocido jamás la suya propia. Una judicatura visiblemente escorada a la derecha y que no admite crítica alguna a jueces que dictan resoluciones escandalosas, ni las reformas democráticas necesarias para equiparar el poder judicial español al de los países de nuestro entorno europeo. Una patronal reacia a las mejoras laborales y unos sindicatos mayoritarios anquilosados. Unos medios informativos más propensos al ruido que a la información veraz. Y unas redes sociales que amplifican hasta límites insoportables la estupidez humana.
No es de extrañar que personajes de turbia catadura crezcan a ojos vista con esta levadura social pútrida. Y que siga creciendo la extrema derecha con el apoyo mayoritario del sector más joven de la población en un clima político de enfrentamiento y radicalidad alejado de los intereses mayoritarios de los ciudadanos. Los debates parlamentarios son una vergüenza tanto en las formas como en el fondo, es desolador sentir que la entidad moral de los que son elegidos para representarnos se desmorona y se convierten en un cáncer para la democracia.
No, por supuesto que no son todos los políticos o las políticas son iguales. Jamás lo he creído y tampoco ahora. Pero sí lo son en el sentido de que nadie ha puesto los cimientos para que la corrupción no se convierta en sistémica al amparo del poder.
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