jueves, 19 de junio de 2025

OPINIÓN: EL ODIO A GRETA THUNBERG


Si alguien quiere analizar los hechos sociales en las primeras décadas del siglo XXI, va a tener que investigar el odio de la extrema derecha y de los conservadores en general hacia la figura de Greta Thunberg. A partir del rechazo radical a la joven activista sueca se puede tirar de todos los hilos del complejo momento en que se acelera el colapso climático y los déspotas responden con guerras coloniales. Este mes de junio, la hoguera del odio hacia Greta ha vuelto a alcanzar enormes proporciones a causa de la Flotilla de la Libertad, que pretendía llamar la atención del mundo sobre el genocidio de Israel contra los palestinos de Gaza. Thunberg ha sido calificada de “antisemita” y “activista de postureo” por el Gobierno israelí y por todo tipo de personas: desde el extremista de derecha Javier Milei, presidente de Argentina, hasta periodistas que se autodenominan progresistas. Thunberg también tiene esta capacidad, entre muchas otras: exponer similitudes donde sería conveniente ver solo diferencias. 

Han dicho que, al denunciar que las fuerzas militares de Israel la estaban secuestrando, intentaba equipararse a los verdaderos secuestrados: los rehenes que hizo Hamás. Como si la gravedad de un secuestro restara legitimidad a otro. Greta Thunberg y los demás activistas fueron secuestrados, sí, ya que se encontraban en aguas internacionales cuando las fuerzas militares israelíes los abordaron y los llevaron a donde nunca quisieron estar. Han dicho que es antisemita, como si denunciar el genocidio perpetrado por Israel convirtiera a alguien en enemigo de los judíos. O como si cualquier país o persona no pudieran ser criticados y considerados responsables de sus actos. Han dicho que estaba haciendo activismo de postureo y que había ido “a dar una vuelta en yate con otros influencers” a Oriente Próximo. Como si una región en guerra pudiera ser la elección obvia para hacerse selfies para colgarlas en las redes sociales. O como si alguien pudiera estar a salvo frente a un ejército que mata a periodistas y trabajadores sanitarios en territorios invadidos.

Llamar la atención sobre el horror que el mundo se niega a ver o, si lo ve, no hace nada por detenerlo, es una de las razones de ser del activismo. Thunberg y la Flotilla de la Libertad han cumplido su objetivo de llamar la atención sobre el genocidio que Israel comete en Gaza. Al hacerlo, han expuesto la inacción criminal de gobiernos e individuos que conviven con la sangre de inocentes que se derrama día tras día y, ahora, con el hambre de inocentes. 

Si el mundo hubiera aprendido algo de los horrores del siglo XX, detendría a Netanyahu y habría millones de Gretas en el Mediterráneo intentando romper el bloqueo impuesto por Israel, o protestando en las calles de todo el mundo para obligar a sus gobiernos a hacer lo único que es humanitario. Como ha demostrado la historia, no hay ninguna garantía de que las atrocidades cometidas no se repitan. Por eso hay leyes. Vergonzosamente, una vez más, las leyes se están infringiendo brutalmente. Y vergonzosamente, una vez más, el mundo se inhibe ante lo innombrable que la historia denominará tardíamente.

Greta no es antisemita. Netanyahu es antihumanidad, al igual que Donald Trump y Vladimir Putin. Denunciar delitos contra la humanidad es el objetivo de los que se unen en campañas como las de la Flotilla de La Libertad. Y Greta Thunberg es una cara visible de ese movimiento, por eso la odian tanto. 

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