El día en que nació mi nueva deidad yo tenía más de sesenta años y me miraba en el espejo del baño. He de reconocer que no se trataba de un lugar majestuoso, pero era íntimo, había agua y se respiraba el aroma inconfundible de la lejía. Me observaba a mi mismo con atención en el espejo. Surgió con una calma que se fue agitando por momentos: «¿Por qué a mí? ¿Por qué yo?». Aquello que estaba sintiendo era un aliento primigenio que aceptó que siempre fue, que siempre estuvo, pero que yo no había estado preparado para verlo.
No se abrió el mar. Tampoco fue todo silencio, aunque no hubo trompetas, ni luces deslumbrantes. Había de fondo el ligero ruido de algún vecino y cerré los ojos para sentir con más intensidad los latidos del corazón. Es curioso lo que mejora la recepción del sonido cuando los ojos se cierran.
Me lavé las manos. La imagen en mi frente zumbaba o quizás era mi dios radiante. Bajé la escalera del edificio y salí a la calle. Era invierno, el aire olía incomparable porque esa noche había llovido. Mi mundo respiraba vida. Tenía en mi lengua una verdad: «Soy». En fracciones de segundo, hallé un universo nuevo. O igual era el de siempre y el nuevo era yo, uno no debe fiarse de su memoria porque es capaz de distorsionar los recuerdos, sobre todo cuando se trata de buscar una explicación mínimamente racional a lo inexplicable. Da igual, el caso es que a partir de ese día, me acompaña una deidad nueva y es lo que mi alma necesitaba. Igual les resulta una historia extraña, pero todas las que se refieren a los dioses lo son. Ya saben que los humanos los creamos a nuestra imagen y semejanza porque tenemos una necesidad interior qye nos impele a ello y luego lo racionalizamos elevando el asunto a categoría de mito, que necesita de la fe para ser creido. Tranquilos, no es mi intención convertir a nadie. Mi deidad no necesita religión alguna para su supervivencia porque es pagana, su única pretensión es acompañarme y darme consuelo cuando lo necesite.
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