Alójate en el templo
de tu alma.
Permite que las velas
y el incienso
te envuelvan con
su cálida fragancia.
Medita en la penumbra.
Si es preciso,
contempla desde un ángulo
los árboles sagrados
que rodean el recinto.
Escucha la cascada
que desciende
colina abajo.
Dentro de tu mente
se alza un santuario
de bondad.
Concéntrate.
Rechaza el ruido externo
que amenaza tus muros.
Esa guerra de ambiciones
no es tuya. Tú eres más
que un cuerpo
insatisfecho de pasiones.
Tienes dentro un espíritu.
Las cosas que poseas
un día has de dejarlas.
Encuentra en ti la paz
y reflexiona
sobre el modo
de hacer feliz al resto.
Siente que tú eres
parte de un conjunto
de viejos pobladores
del planeta.
No libres con el mundo
mil batallas.
Deja que el suave
trino de los pájaros,
los gigantescos
troncos de los cedros
o el crepúsculo rojo
sobre el mar
–en suma, la belleza–
te contagien un estado
de ánimo exultante.
Prefiere ser un monje
a un vil guerrero
y lidera ese cambio
que nos una,
y nos haga tan libres
como un pétalo
que sólo aspira a ser
un tiempo al sol.
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