Dime, alma,
qué cincel has empleado
para que sea yo tu forma,
qué sombra subyace
en mi sombra,
o qué memoria soy,
qué invertebrada
conciencia.
¿Has moldeado el aire?
¿Asientes a mis volúmenes,
a mis ojos?
Acaso sea hijo de tu luz,
y acaso ese resplandor aterido
me rescate de lo inconcebible
y me alimente de lo mortal:
tu fiebre me unce al ser.
¿Qué extraña potencia, alma,
constituyen mis manos?
¿Son las tuyas?
¿Tienes tú manos?
Dime, alma, si es tuyo
este silencio
o si son los engranajes
de mi cuerpo;
dime si dictas tú mi sangre
o es mi sangre
la que te articula;
dime si eres mortal
o sólo sucumbes al azar.
Existes, alma?
¿Existo yo,
o soy un arañazo de la nada?
Te hablo, y no sé a quién.
¿Por qué es tu transparencia
mi opacidad?
¿Por qué desconozco
tu idioma,
si en mí converge cuanto hay,
y me iluminan soles dispares,
y recae en mi piel el peso
de lo que se aleja?
¿Por qué no te veo, alma,
si advierto
las hondonadas celestes,
los remolinos de la fragilidad?
Me oigo anochecer, y morir,
y construirme;
te niego, alma: niego tu azul
y tus guadañas;
niego tus células,
en las que cunde
lo incomprensible.
Y oigo tu levedad,
que me atenaza; y aquilato
tu soplo homicida,
el fluir de tu ausencia
por mis capilares
y mi ropa.
¿Eres, alma?
¿Determinas mi latitud
y mi penumbra?
¿Coses mis latidos?
¿Me acunas?
¿Por qué no recalas
en mis signos,
y fotografías mis miedos,
y me ratificas en tu hoguera
sin causa,
ajena al tacto,
despojada de tildes,
pero que siento en el fondo
de mi nombre,
derramada,
derramándose?
¿Por qué no lloras?
¿Qué mar es el tuyo, alma?
¿Te poseo
o soy yo tu objeto?
¿Qué abstracciones,
pájaros, estragos,
son tu carne o la mía?
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