Hola, amigo. Quería decirte que he aprendido a vivir en soledad para recordarte mejor, en el interior del faro. Mi vida, cabría decir, recomienza cuando cae la tarde y llega el primer velo de oscuridad. En ese instante, con un gozo supremo, enciendo la luz y me quedo, en lo más alto, viendo la tralla que gira, su periódica oscilación, la estela de oro y melancolía sobre la espuma.
Intento, primero, adueñarme de todo; el cielo algodonado o profundo como un precipicio inverso y negro, la brisa que invade a su antojo con ráfagas salobres, los pájaros marinos que despliegan sus alas antes de hallar refugio en el oleaje. Aquí y allá, con sus fanales, distingo los botes, los barcos de pesca, la grandeza inefable de la noche constelada que se entrega sin sueño. Ese es un tiempo para mí: de concentración y de remanso. El faro se desvela por todos y yo cuento sin prisa los segundos de tu ausencia. Sigo sin entender por qué no te decidiste a cumplir tu sueño.
He aprendido a vivir en soledad. Durante el día veo otro mar, el roquedal, el lentísimo paso de las embarcaciones, el cambiante color del horizonte. Y sencillamente, aprovecho para pintar, para dibujar aves, la tupida floresta de los recuerdos, y para hacer lo que más me gusta: escribirte cartas y arrojarlas al agua con la esperanza de que las recojas y las leas, allá donde estés: tierra adentro, soñando, caminando o quizás meditando sobre aquél tiempo en que pudiste ser yo y renunciaste a ese privilegio.
Cuando miro la lejanía, sé bien que un día una gaviota me traerá un mensaje tuyo: «Vivo contra el olvido. Y me sobrevivo.» He aprendido a vivir en soledad y puede que tú también lo hayas hecho. Con esa duda que me embarga, aún te espero.
PD: De joven, hubo un tiempo en que me atraía mucho la idea de trabajar en un faro. Esta carta la escribe el farero que no fui al que pudo haberlo sido.
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