domingo, 9 de febrero de 2025

REFLEXIÓN: LA GRAN GESTA


Cuentan que un estudiante le preguntó un día a la antropóloga norteamericana Margaret Mead cual consideraba que había sido el primer signo de civilización de la humanidad. Todos esperaban que nombrara el fuego, el anzuelo, la azada, la cazuela o la piedra de moler. Pero Mead respondió que el primer signo de civilización humana fue un fémur que alguien se fracturó y que luego apareció sanado. Lo que nos hizo humanos en la cueva no fue la tecnología, sino el amor.

La cosmovisión moderna reduce lo humano y la humanidad a un puñado de cosas sin duda importantes —la ciencia, la tecnología, el arte, el deporte, incluso la política en un sentido amplio–, pero se olvida con frecuencia de lo esencial. O lo que es peor: no se olvida, pero prefiere vivir de espaldas a ello.

Les cuento una historia: La protagonista es una bebé que nació con una gravísima enfermedad denominada síndrome de Edwards. Ya durante la gestación les avisaron a sus padres de que uno de los bebés que esperaban —la madre estaba embarazada de mellizos— padecía una trisomía que le haría morir pronto aunque sin dolor; no sabían si días, meses o, como mucho, muy pocos años después de nacer. Decidieron seguir adelante y su hija vivió tres días, pero lo hizo rodeada de amor. La niña Araceli no pisó la Luna ni pintó una gran obra de arte, pero gracias a su vida de tres días se modificó el protocolo de paliativos perinatales del hospital en el que nació. Desde entonces, las madres pueden hacer el piel con piel a sus bebés, estén sanos o no. 

El amor de esa madre y ese padre les dio la fuerza para asumir que la única capacidad que en última instancia cuenta es la de querer y saber demostrarlo, que la gran gesta no es ir al espacio, montar un negocio que te vuelve multimillonario o liderar un país. La gran gesta es amar y eso probablemente haya astronautas, gente rica, líderes políticos... E incluso poetas, que no lo hayan hecho jamás. 

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