Ron Hicks es un pintor estadounidense nacido en Ohio en el año 1965 y cuyo estilo recuerda más al de un artista impresionista de finales del siglo XIX que a uno actual. Es conocido en el mundo del arte como el “pintor de los besos robados”, debido a que muchas de sus obras juegan con la temática del beso en todas las situaciones imaginables.
Su obra pictórica escapa de las imágenes de la vida romántica que planteó la pintura durante el siglo XIX y XX y aparece con escenas renovadas de cómo se escriben las historias de amor en la actualidad. Entre callejones, cafés y motocicletas, sentados en un parque o en la intimidad de un cuarto a media luz, la densidad de los momentos de atmósfera se materializa en las obras de Hicks, sólo para recordarnos las más agradables, eternas, mágicas historias de amor así como las más dolorosas, de las que nadie quiere hablar y dejaron un hueco en cada protagonista.
El cerebro de cada uno recrea la atmósfera de la primera cita, el momento en que por primera vez se fundieron en el deseo carnal o el abrupto final de una relación. En su mente, una densa nube recrea la atmósfera de entonces: las luces recuerdan el olor de aquella cafetería donde la tenue iluminación se colaba por un resquicio mientras sus ojos brillantes conducían hacia un momento inevitable. El sillón maltrecho donde la oscuridad fue único testigo de la desnudez de su piel mientras ambos ardían de placer o el último beso, frío y desangelado como prólogo a un adiós que ninguno deseaba.
El tema principal del pintor es la mujer, en sus poses más relajadas, en sus momentos de intimidad, en ambientes de la vida común, o en momentos románticos con el hombre que ama, siempre en una actitud enigmática. Escenas interiores que recuerdan de forma evidente la vida cotidiana vivida por todos, habitadas por figuras femeninas a menudo flanqueadas por sujetos masculinos que adquieren el único papel de detalle de la composición.
Aparecen bares con arquitectura típica de los años 30, salones de casas particulares con mobiliario de estilo Art Nouveau, jardines públicos en cuyos bancos se pueden pasar momentos inolvidables que quedan tan inmóviles en la mente como un beso apasionado. Todo ello refrendado por una paleta de colores con tonos lívidos, en algunos casos oscuros, interrumpidos por huellas de haces de luz finos y mínimamente invasivos. Una luz típica de un día plomizo donde el sol intenta asomarse tras la masa informe de nubes, repletas de lluvia que se dispone a mojar las aceras de las metrópolis urbanas.
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