Atiende a los árboles,
a las plantas,
a las flores y a sus frutos
con pausa y dedicación
para que sean
lo que han de ser.
Observa y admira bien
la naturaleza
que reclama tu calor
como todo lo que germina.
Acaricia su generosidad
yema contra yema,
y también
frente a la biología
confía siempre en el Verbo:
quieren de tu voz
palabras agradecidas.
Necesitarás descifrar
por dónde pide la savia
ser podada
para arremeter con vigor
y que vuelvan,
fuertes y radiantes,
a crecer sus envejecidas ramas.
Las hojas agostadas
como tarde de otoño,
querrán decir –pero no dicen
y ahí estará el milagro
de tu afecto–
cuánto necesitan beber
para vivir, o bien
que no había sed
para tanta agua
y entonces tendrás que secar
sus cordones umbilicales,
el punto exacto donde siempre
se origina la fuerza,
el suelo que los rodea
y mantiene
–quién dijo que la tierra
no era parte de los seres–
con cuidado.
De entre todas deberás
asimismo velar
y aún con más esmero
a la flor de secano
que brotó del desamor.
No olvides nunca
que ella también
como nosotros
hace lo que puede
por la belleza.
Promete que protegerás
con tu desvelo ese bosque
sin esperar nunca que sea
geométrico jardín,
porque sólo así todo en él
volverá algún día
a brotar y prosperar.
Y cuando de pronto
llegue la mañana
en que todo lo que crece
sólo esté entre sus piedras,
sentirás al fin dentro de ti
lo absurdo de la impaciencia
el sentido de la espera
la paz de que contra
todas tus ansias
nada florezca
sino cuando le corresponda.
Lo recuerdo:
Yo también fui jardinero
y me sirvió
para entender
lo que se ha de hacer
para que la vida florezca.
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