Son niños, llegaron en una terrible soledad tras un viaje que solo con pensarlo nos produce un estremecimiento de terror. Están enfermos de otra latitud, del cáncer de otra latitud como un exiliado sin exilio. Tosen otra latitud, les duelen las latitudes. Les duelen las ciudades y costumbres que el tiempo les impone porque el tiempo es el cáncer de las cosas. Pero más les debe doler las ciudades que no han devorado. Las luces y las calles, los templos y bahías, los vehículos que engordan de empujar el progreso, los odios que engordan de ser nombrados. Todo parece esperar a devorarlos. El cáncer de latitudes es el cáncer más extraño. Nos va comiendo los ojos, nos deshila la memoria hasta que somos ajenos a todo lo hilado por el sistema. Hasta que otras tierras y la tierra que eres sean dos cantos buscándose. Por eso son enfermos que necesitan devolverse a lo terrenal para luego devolverse a sus costumbres. Creen al principio que su cura es el viaje, el viaje sin reposos, pero no hay cura. Todas las calles y los cerros, todo lo breve y lo perdurable ya no no son tuyos. Enferman de mundo, de un país y un continente lejanos e insolidarios. Nacieron enfermos de belleza: con un agujero en el alma y solo se llena vaciándoles el mundo dentro. Nacieron enfermos de belleza y les echamos a los barrotes, los limpios verdugos que fingen ser defensores de algo o supuestos patriotas les echan con asco a los barrotes.
A que se alimenten de sus miedos. A que padezcan esta realidad invariable, a eso les echan. Incluso han inventado un repugnante acrónimo para referirse a ellos. Pero no saben sus verdugos que al padecerla la vuelven otra y al disfrutarla la vuelven poesía. Que la poesía de la vida es su alivio; su único alivio; porque nacieron enfermos de belleza. Y lo sé porque lo he leído en sus ojos.
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