Me salvó la poesía
de ese triste destino
de los días iguales
y los mansos espejos
que repiten los gestos
de aquellos que se atreven
a cruzar por delante de la vida
y detienen su paso
para mirarse en ella.
La vida es un espejo
que duplica
los sueños imposibles
de aquellos que se asoman
al brocal del espejo
sin fondo de la existencia.
La vida es un espejo
que de forma angustiosa
se torna un espejismo,
una quimera triste
como el triste destino
de los días iguales
y las noches de insomnio
donde el amor nos duele
como duele la ausencia
de una mano amputada,
como duele el recuerdo
del don de la inocencia
perdida para siempre
cuando la infancia cede
frente a los argumentos
del tiempo y de la vida.
Como cualquier espejo,
la vida es una trampa.
A cierta edad la vida
no refleja los sueños,
solamente
la ruina de los sueños,
los escombros del alma,
los despojos del tiempo,
o el buitre del cansancio
que un día tras otro
devora las entrañas
de nuestra existencia.
A cierta edad la vida
nos alcanza de lleno.
Como un ladrón perverso
nos despoja
de nuestras ilusiones
y de muy malos modos
nos obliga a obedecer
las leyes nunca escritas
del tiempo y sus secuaces.
Reside en la obediencia
el misterio de un mundo
construido con palabras,
pero a mí, sin saberlo,
me salvó la poesía.
En los versos hallé
la verdad que la vida
me negaba ―no la falsa
verdad de los espejos―,
sino aquella verdad
que nos eleva por encima
del dolor y la pena.
En los versos hallé
la verdad del amor,
la razón para ser
quien yo quería,
para escapar
de la tristeza quieta
de los días iguales
y las noches de insomnio
donde la ausencia duele
como un miembro amputado.
Ellos fueron la puerta de salida
al cruel laberinto
de los mansos espejos
que duplican
los sueños y los gestos
en un juego infinito
de reflejos sombríos.
De no ser más que un hombre
sin amor y sin sueños,
condenado al fracaso
de los días iguales,
al miedo a los espejos,
que es el miedo a la vida,
me salvó, sin saberlo,
me salvó la poesía.
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