Los seres que contemplan
en la noche las pantallas
de sus televisores no respiran.
No se agitan. No arden, pero brillan.
Apenas aman, porque su corazón
se está ralentizando.
Necesitan ahorrar energía
y han aprendido a desear solamente
lo próximo, lo incompleto,
a amar en zapping y en zig-zag.
A tener orgasmos intermitentes
e inconexos,
en función de la publicidad.
Así completan un libro de bitácora
nutrido y adecuado
para los mandos de su televisor,
suficiente para una travesía
en pos de lo desconocido
que durará años luz.
Y son felices.
Están bien. Hay muchas
rutas posibles, pero un único
sentimiento de satisfacción,
proclaman. Y eso les compensa.
Y están bien.
Frente a la oscuridad del universo.
Mimetizados en la luz
de las pantallas, incorpóreos,
diluidos en el gran vacío
de las ciudades en las que viajan
a través del espacio, indetectables,
invisibles tras las ventanas
que flotan, luz de la Tierra.
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