Al principio inventamos
el correr para intentar estar
en dos lugares a la vez,
pero entonces entendimos
cómo con los bolsillos vacíos,
también podríamos
cosechar el tiempo.
Inventamos la hospitalidad
para atraer sucesores al hogar
y ofrecerle al amor una bebida
muy necesaria.
Inventamos las sillas
para poder descansar
tras la persecución.
Inventamos la persecución
luego del correr e,
inadvertidamente, el robo.
Inventamos los suburbios
después de chocar
por accidente con la disputa
y sus hermanastras
confabuladoras,
la discusión y la irritación.
Algunos de nosotros
requerían más espacio.
Descubrimos la muerte
bajo un puente
y alguien insistió
en que la lleváramos a casa,
en que necesitaba
nuestra ayuda.
En ese mismo día inventamos
el pañuelo y el susurro.
Cuando se sentó,
cuando nos observó
con los dientes de su apetito
agazapados en sus ojos,
descubrimos el aleteo
de las palabras intentando
escapar de nuestros oídos
y algo que nos martilleaba
el asta plateada del corazón.
Ese día desenterramos el miedo,
nuestro primer acto
de arqueología real.
Entiende: en ese punto,
los mapas registraban caminos
y los senderos humildes
entre los rumores
se torcían con amor.
El océano ocupaba
la mayor parte del espacio
con la fuerza de su marea
y sus bestias tentaculadas
que inventaban
sus propias recetas.
Algunos días sabíamos
que no éramos nada
más que ingredientes;
otros, nos sentíamos
como los invitados de honor.
Pero el día en que limpiamos
el polvo de la frente del miedo
y miramos sus manos,
nuestros mapas cambiaron
y el océano se hizo más grande;
nuestras noches,
mucho más bestiales
y se torció nuestro futuro.
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