En estos días se habla mucho de algunos escándalos de latrocinio y desmesura y del eterno disparate de ciertas hombrías rotundamente enfermas. En realidad, ambos elementos tienen gran relación, pues no hay mayor vínculo de unión que el que provoca la mentira. Todas las mentiras se parecen; son una corrosión inacabable del carácter. Empiezan a veces por una falsedad anecdótica y acaban por desencadenar el terremoto más demoledor. Nadie relacionará estos sucesos, que apuntan hacia intimidades fraudulentas, con episodios externos. Pero justo en estos días los servicios aduaneros de la Agencia Tributaria acaban de intervenir un enorme cargamento de cocaína en el puerto de Algeciras. En un contenedor procedente de Ecuador se encontraron nada menos que 13 toneladas de cocaína. Todos sabemos que España es uno de los grandes puertos de entrada de droga, así que las cantidades requisadas nos pueden servir de pista sobre la magnitud de lo que entra sin ser detectado. En Países Bajos, que es el otro gran punto de entrada en Europa, las organizaciones del narco amenazan a las autoridades con un grado de desfachatez que impresiona. Por ahora, entre nosotros, entregados a polémicas estériles, la tranquilidad es absoluta.
Pero esa tranquilidad nuestra no evita que se vayan haciendo evidentes las consecuencias de un consumo disparado. Si analizáramos las raíces profundas de algunos episodios que saltan a las portadas, nos encontraríamos con el inconfundible rastro de la cocaína. Al igual que miramos con estupor los estantes de los supermercados de ocasión y descubrimos que el sector de las bebidas energéticas no deja de crecer, también nos podemos preguntar si esta popularización de las drogas de estimulación y rendimiento no es la culminación de un proceso de transformación de las personalidades para convertir la vida íntima en una prenda de consumo. Cuando se reducen las relaciones humanas a los hábitos de uso y disfrute, no es raro que las personas acaben siendo tratadas como muñecos a tu servicio. La prisa es ya un hábito. Esa incapacidad de relacionar el esfuerzo pausado con la satisfacción profunda nos entrega a la búsqueda de aceleradores, de estimulantes, de revigorizantes, de fibriladores que nos terminan por confundir del todo. El triunfo y la conquista acelerada esconden detrás degradación, ridículo, patetismo y abyección.
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