Construir una patria
al abrigo del viento
y guardar en un cofre
la primera réplica de mi
para que no echarme
de menos durante el invierno.
No me explico por qué estaba
empeñado en subdividirme.
Abro la tapa, ni julios ni patricios,
al fondo veo un niño
moteado de espejos
que le habla a la noche
con su dura garganta
de cuarzo lanceolado.
Más al fondo,
se abre un nuevo cofre.
Es así cómo aprendo, de golpe,
la geografía del infinito.
Dos palmos tierra adentro
veo cosas que jamás creerías,
la aguja umbilical
de las tardes antiguas,
dos fíbulas y un manto
donde arrecia la lluvia,
el diapasón ardiente del origen,
la ceguera de Borges
en su espejo de tinta
y la armadura ardiente
que sujeta el hexámetro.
Al oeste, muy cerca,
constato que la evocación
de los muertos prospera
en capítulos
de una nueva odisea,
y, en ella, como un vástago
de lumbre innumerable
veo el faro de Alejandría
la vara de Moisés,
el émbolo del mar,
el pulso de las eras
y una amazona muerta
que tejía una túnica
de olivo y de ceniza
para darle mortaja
a Alejandra Pizarnik.
Veo el mar tendido
sobre un viejo facistol
y entiendo la cifra
secreta de la lluvia.
Veo a Hipatya llorando
y en sus lentas pupilas
veo la esfera terrestre
multiplicarse en ábaco.
Veo cosas que jamás creerías.
Desde este momento
migro de cofre en cofre.
Ya nada espero
salvo morir despierto
y que haya alguna mano
que deje volar
mi cuerpo en las espigas
y me entregue a la estopa
mineral de la muerte
unos minutos antes
de que me vuelva loco.
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