Amaneció con lluvia
en el barrio,
la luz de las farolas
descolgándose
en hilos infinitos,
como hojas de palmera
bajo el cielo de septiembre.
Aún es verano, pero el otoño
ha querido hacer una fugaz
visita adelantada.
Y sin duda llovía
en las calles.
El alba derramaba
contra el mundo
—un mundo con sus prisas
y atascos—
los oscuros depósitos
de las nubes
a la manera
de las ubres duras,
rebosantes y líquidas
de una vaca
vaciándose despacio
en la boca sedienta
del ternero.
Me detuve en silencio
a contemplar
los dones ignorados;
vi mares derrumbarse
sobre mí:
mi cuerpo bajo el agua,
los ojos conmovidos
de pureza.
Pensé que en el repique
de la lluvia
contra el suelo de asfalto,
también contra el tejado
de las casas,
lo vivo festejaba
su existencia:
el triunfo natural
de lo absoluto sobre
el marco impostado
de los hombres.
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