Estremecido veía
el reportaje por televisión,
era una fosa abierta
en el interior de un bosque,
allí se encontraron restos
de un crimen horrendo
pero aún no se sabía bien
cuanta gente
había sido fusilada
y enterrada en ese lugar
de forma anónima.
Se me humedecieron
los ojos con aquellos huesos
y los que podrían ser
los familiares contemplando
el proceso en silencio
con la esperanza de encontrar
a sus desaparecidos
para curar las llagas
de tanto dolor acumulado.
Los especialistas trabajaban
con esmero y diría
que desprendían
respeto y amor hacia
lo que habían encontrado.
Y sentí que todos eran yo,
sentí que yo era todas
y cada una de las víctimas
de una misma maldad
de un idéntico odio.
Antiguos huesos,
náufragos en tierra firme,
asomaban igual
que escombros olvidados.
Yo miraba y aprendía
en su azogue de espejos
lo que se decía
de aquellas historias,
como si fuese
un espectador ajeno
a todo lo encontrado
en aquél agujero símbolo
de un odio tan atroz.
Pero no era ajeno
en absoluto,
porque sé que si hubiera
vivido en la época
en que ocurrieron
los hechos,
perfectamente yo podía
haber sido uno
de los que arrojaron
miserablemente allí dentro.
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