Qué saben los perros
que no sabemos nosotros.
Qué conocen, qué intuyen,
qué nos quieren decir.
Esos ojos tan tristes.
Por qué nos miran fijo
y tan adentro
como si al tiempo
de querernos tanto
existiera algo nuestro
que no acabaran
nunca de entender.
Por qué entonces su entrega,
su llanto inconsolable
cuando nos ven partir.
Por qué luego, al regresar,
tan sólo a ellos
les confiamos los pasos
que a nadie más decimos
si sabemos que esos
ojos tan tristes
lo irán contado todo por ahí.
Por qué nos aman tanto
si saben de nosotros
tantas cosas
que es mejor no saber.
Por qué se dejan
siempre poner nombre.
Por qué temen al trueno.
Por qué no son cobardes
si se mueren de pánico.
Por qué ladran
en mitad de la noche.
Por qué amanecen luego
tan contentos,
aguardando en la puerta,
con incansables ganas de vivir.
Por qué saben que el juego
es la única tregua
que nos queda.
Por qué son como niños,
o eso al menos pensamos,
como si no fuera posible
compaginar ternura
y madurez.
Qué bondad descubrieron
en nosotros
que no fuimos capaces
de dar a los demás.
Por qué mueren un día
y nadie entiende
el inmenso dolor
del que ya sabe
que al perderles también
pierde lo mejor de sí mismo.
Ese trozo de ser
que nuestros perros,
cuando nos miran fijo,
de algún modo descubren,
aunque también
que hay algo de nosotros
que no acabaron nunca
de entender.
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