Tras el naufragio,
los restos del cayuco
se extienden
como mortajas en un mar
cuyo sonido recuerda
al aullido de los lobos
ante la tormenta.
El dolor incalculable
sólo se puede comparar
al volumen de un océano
ensordecedor
que volvió aún
más vulnerables
a los que ya lo eran
incluso antes de partir
por las condiciones
en que lo hicieron.
Las lágrimas
resbalan por las rocas
de la costa
para unirse a la sal
de esa manera
que devolvió cadáveres,
cuerpos entumecidos
y manos sin futuro
que llevarse a la boca.
Todo queda en el mar
y en el mar
los bosques permanecen.
En las playas,
los abrazos de los que
finalmente murieron.
Todo se convierte en algas,
alimento de nuevos sueños
que volverán a intentar
convertirse en realidad
y nos recuerdan
que nuestros cuerpos
no son eternos.
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