Era un mundo
sin protección solar.
Los sueños,
las antenas sobre los tejados,
monos azules
tendidos en patios interiores:
mapamundis proféticos
tras las manchas de aceite.
Fuimos a escuelas
donde los maestros
daban miedo
y aún así aprendimos
que estábamos llamados
a heredar
la transparencia.
Se rumoreaba que en el instituto
a la salida alguien nos daba
caramelos con droga.
Yo nunca tuve dudas.
Era nuestro destino:
ser una nueva raza de gigantes,
hombres y mujeres libres
que haríamos
el trabajo de cien hombres.
¿Cómo no ser valientes?
Pasábamos el mes
de agosto con unos abuelos
que habían sudado
todo el frío del país.
Fumaban y tosían
y aflojaban bombillas
porque la luz
no es gratis, no.
También tuvimos padres,
una nación
sonámbula de padres
que se mataban a trabajar.
Por la noche,
volvían tarde a casa
y exclamaban: “¡Señor,
ya me sacas al menos
dos cabezas!”.
Éramos los mayores.
Crecimos un centímetro diario
y estrenamos vaqueros,
melenas y largas barbas,
ternura primogénita,
zapatillas Paredes
que atravesaban
los peligros de la droga
y la muerte de algunos colegas.
Descubrimos que el barrio
era nuestro paraíso.
Inmersos en sus calles
éramos duendes únicos.
Magos de la calcomanía.
Todo se nos quedó
pequeño tan deprisa:
el Colacao, los cromos,
la religión y la infancia.
Cuando al fin llegó
la modernidad
a nuestro barrio,
fue demasiado tarde.
Ya teníamos balsa.
Y estaba preparado
el plan de fuga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario