Las galaxias aún
no habían parido,
el universo estaba
prediciéndose,
sin embargo,
recuerda su existencia
incluso más allá
del comienzo,
es una regresión
a aquel origen
en el que los anfibios
no sabían
que mundo preferir.
El nuevo día nace
y de repente la vida
es un presagio de lo viejo.
Aquel niño que fui
cierra los ojos,
se sumerge en el agua.
Profundamente sabe
de una forma sencilla
y explosiva
―de ese modo
que a veces
nos asalta de golpe
el dolor de estar vivos―
que es la misma agua.
La que bebió su madre,
la misma que dio origen
a aquel líquido
amniótico en el que buceó
desde el primer
instante de su vida.
Es el agua
del Nilo faraónico,
hielo del Himalaya,
de un mar que se ha
secado hace milenios,
el agua que bebiera
aquel Adán
y que luego expulsada
vuelve al ciclo,
es la gota que cae
de un grifo mal cerrado
y perfora en la noche
los oídos,
agua de cualquier lágrima,
el agua que le abraza
con una recurrente
incertidumbre.
Siempre la misma agua,
su levedad perfecta,
pero que ya no cae del cielo.
¿A dónde se la habrán
llevado las nubes?
¿Dónde está la lluvia?
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