La democracia tal y como la conocemos está ante un reto de enormes consecuencias. Hay gran confusión. No tengo claro que sea bueno que los tribunales superiores estadounidenses decidan finalmente que Donald Trump no puede presentarse a las elecciones por los delitos de incitación al asalto al Congreso. Y no lo tengo claro porque no me gusta que sean los jueces los que decidan a quién se puede votar y a quién no. Una de las maravillosas condiciones de la democracia es que permite a los ciudadanos de un país incluso infligirse un autocastigo. No permitir presentarse a un candidato me recuerda a Venezuela. Un gobierno fallido ha argumentado malamente que la líder elegida por la oposición no es apta para presentarse a las elecciones. Me recuerda a Rusia, donde los opositores a Putin con posibilidades de ganarle están presos o han sido asesinados. Me recuerda a Nicaragua, que persigue a los opositores y los críticos. Me recuerda a El Salvador, que ha votado poder absoluto para una persona a cambio de seguridad en las calles. Me recuerda a Senegal, donde los jóvenes se van pues no hay estabilidad para la alternancia política. Estamos hablando de democracias nominales.
Me gusta más lo que ha pasado en Brasil o Polonia. Donde frente a gobiernos del ultranacionalismo, los opositores han logrado derrotarlos en las urnas. Me gusta más lo que sucede en España, donde se hace un esfuerzo, aunque sea torturante y penoso, para que un candidato votado en las elecciones catalanas regrese de su fuga y pueda presentarse con normalidad. Esfuerzo, por cierto, que el PP habría emprendido también si sus sumas se lo hubieran permitido. Eso nos habría ahorrado los ríos de tinta de quienes ven en la amnistía una quiebra de la legalidad cuando más bien es un recurso de las democracias para fortalecerse. En general, pienso que ofrecer al electorado la nómina de candidatos más amplia y menos restringida es bueno. Sin embargo, en Alemania se ven seriamente amenazados por un partido ultranacionalista y racista que asciende en intenciones de voto. En Estados Unidos se quieren proteger de un candidato delincuencial, que además ya trató de revertir el resultado electoral que le sacó de la Casa Blanca. En España, la mayoría de la población acepta una amnistía para los participantes en el proceso separatista catalán, pero querrían ver pagar al que fue su líder por los delitos que cometió, demasiado parecidos a un ejercicio de trumpismo de libro.
La pregunta ante estos desafíos es qué demonios hacemos. Ninguna democracia resiste a la carencia de educación cívica en favor de la mediatización desmesurada. Trump y Milei son producto televisivo puro, no lo olvidemos. Una democracia necesita generar un espacio público de respeto y responsabilidad. Tiene que liberar a las instituciones de control de la sospecha partidista, tiene que recuperar la fe en la división de poderes. Precisa de ciudadanos educados, formados y capaces de analizar la realidad sin tenerle miedo, sin exigir paternalismos. No se puede levantar una democracia sobre sociedades bañadas en un magma de rencores cruzados donde a unos les importa un carajo la suerte de los otros. Es entonces cuando la respuesta se complica. ¿Cómo damos la vuelta a este proceso de embrutecimiento que viene provocado, entre otras cosas, precisamente por la democratización de los canales de información? Pues de vuelta al colegio, me temo, de donde nacen todos los males y los bienes de nuestro sistema.
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