Hemos confundido, y en parte es culpa nuestra, el éxito con la popularidad, y todo lo que antes era inmaterial e inmensurable se traduce ya en números concretos, que por algo vivimos la época dorada del cuantativismo aplicado a nosotros mismos. Cada cosa que hacemos y pensamos es un Excel en alguna parte, una estadística capaz de predecir nuestros deseos en esta sociedad de los números que complica más aún los anhelos de felicidad: siempre podremos conseguir un número más grande y más redondo. Al cabo, esa es la clave del malestar que trae este capitalismo emocional, que nunca va a saciar a todos del todo.
Somos, cada vez en más ámbitos, los seguidores que tenemos o los likes que recibimos, y así se mide si una cosa va bien o va mal y si funciona, que ahora las cosas ―aunque sean recuerdos― tienen que funcionar como si fueran relojes o freidoras de aire. De todo se podrá exigir un rendimiento para que pueda decirse si triunfa. O si fracasa. Convertirse en viral se ha vuelto una aspiración para mucha gente que toma el éxito como un fin, no como el resultado de un proceso, y que entiende que lo que hace estará bien si llega a un gran público y estará mal si apenas logra la repercusión.
En ese mundo habitamos, en el que cada día hay un nuevo vídeo viral y los algoritmos descubren nuevas famas. Es un mundo ruidoso y volátil, hecho de popularidades fugaces en el que ha cambiado también la incidencia que tienen los referentes, más vinculados ya a la popularidad que al éxito. Por eso importa tanto el valor y el testimonio de figuras como Ricky Rubio, porque demuestra lo que los referentes todavía son: aquellos que, retirados del foco de la popularidad, explican con su ejemplo dónde está el éxito de verdad.
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