Del pollito la trituradora
que los hace pedazos
a miles mientras aún viven,
la uña rota de la vaca
que nunca conocerá
los verdes prados,
el ojo sideral
e hipnótico del gato
que aún arrastra
una maldición de siglos,
la lengua roja
y llameante del galgo,
la crin y el olor del burro
reventado de tanta carga.
Andan en mis versos
necesitados de cordura,
trastocan las consonantes
de la asfixia,
me enardecen
con ferocidad atragantada.
La lengua del galgo
se incendia ante mis ojos,
arde el pelo del caballo
en las estrellas
y en los cuernos del toro
flamean teas
que me queman el alma.
Hermosos animales
que me aman y me hieren,
pues mi herida tiene
el tamaño de su muerte.
El galgo ahorcado
en el dintel, abre la boca
al torrente sombrío
de crisantemos
que teje el invierno
con hilos de seda.
Oscila, siente frío, tirita,
arquea el espinazo
a la caricia, asombrado
ante su propio silencio.
Mudo espera las patas
del insecto laborioso,
los pasos del dueño
que decidió matarlo,
la respuesta
en el vértigo del viento.
El caballo golpea
la tierra con sus cascos,
como lo haría un martillo
sobre el yunque;
húmedo el belfo
y la piel mojada,
la noche vierte estrellas
sobre sus crines.
Braman los becerros
en el corral
su bronco mugido,
de desafío y requiebro;
hay rastrales
de pezuñas en el suelo,
huellas de nocturnas peleas.
El infierno de Dante
se recrea diariamente
en la granja porcina,
aunque traspasando
de largo cualquier límite
sobre la capacidad sufrimiento
que puede soportar
un ser... ¿vivo?,
los bramidos que se escuchan
anuncian la aurora y asustan
porque la noche
agiganta las pesadillas.
¿Cómo es posible
que seamos capaces
de idear tanta maldad
para con los animales?
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