Las gestas de Rafa Nadal en las canchas han formado parte del almanaque sentimental de este país, donde no se hacía verano hasta que Rafa no se rebozaba en la tierra batida de Roland Garros y mordía la ensaladera después de tenernos en vilo con sus caras de echar el bofe, sus bramidos de parturienta y sus pellizcos entre los glúteos para sacarse los calzoncillos del orto. Nadal era el novio de España, el hijo soñado, el yerno perfecto, el padre ideal, el hombre modelo. El héroe capaz de caer y levantarse mil veces sin dar una bola por perdida y el humano que se hace un trasplante capilar y sigue perdiendo pelo a ojos vista porque la vida curte y todo no se puede comprar con dinero, ni siquiera el saber retirarse a tiempo. La marca España en persona era Nadal, hasta el punto de que su perfil podría acuñarse en los euros.
Por eso, su decisión de aceptar ser “embajador” de Arabia Saudí para el mundo del tenis, una dictadura teocrática donde se hostiga a los homosexuales y se tutela a las mujeres, cuando podría mantener a sus próximas cuatro generaciones sin dar un palo a una bola, no me sorprende tanto como me amarga la boca. No es el primero ni será el último, por supuesto. Anda que no hay notables blanqueando satrapías por el mundo, empezando por el rey Juan Carlos I en Emiratos Árabes Unidos. Nadal es uno más en eso. Y ese quizá es el chasco de quienes lo subieron a los cielos como santo sin ver que solo es un hombre. Nadie es perfecto, ni falta que hace, pero cuesta reconocerlo. Dicho esto: ya te vale, Rafa. ¿Qué necesidad tenías de romper tu propio mito?
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