No quedan sábanas blancas,
ninguna queda
en los confines de la Tierra,
todas están en la Franja
convertidas en sudarios.
No quedan camas
para vestirlas,
nadie duerme,
nadie necesita cubrir
su sueño porque
los sueños no existen.
No hay techos
que protejan del rocío,
sólo hay un cielo
raso y oscuro
al que todos miran
con miedo.
Y confunden las estrellas
con las bombas
y no saben
si la luz les va a alumbrar
o les quitará la vida.
Ya no quedan
lágrimas ocultas,
todas han recalado
en los ojos de su pena,
son ahora caudalosos ríos
surcando rostros
desamparados,
los rostros de la orfandad,
los rostros impotentes
de las madres,
de los padres, de seres
que sólo quieren vivir.
Ya no queda pánico,
todo se ha marchado a Gaza
y habita –inhumano-
en el semblante
lastimoso de los niños,
en sus ojos que se agrandan
como si escapara de ellos
el terror de su mirada.
Ya no queda piel,
toda se ha roto en pedazos
en aquella Franja fría,
son jirones impregnados
en el corazón
de los hogares destruidos,
son parte de las estancias
donde alguna vez
alguien riera,
donde los niños jugaran.
Ya no queda sangre,
toda está cubriendo
cuerpos deshojados,
toda está adosada
a la piel maltrecha
de la tristeza.
Corre lentamente
por los recodos de un odio
que los niños no entienden.
Ya no queda tierra
para sepultar la muerte,
las madres sostienen
en sus brazos los cuerpos
inertes de sus hijos,
mientras la sábana blanca
es cada vez menos blanca,
mientras la sangre
–que es su sangre-
se impregna lentamente
del más desgarrado dolor,
mientras los padres
cambian su valentía
por llanto y desconsuelo.
Ya no quedan gritos
desesperados,
todos se han marchado
hasta el horror de la Franja,
a las bocas de los niños
que claman por las madres
que no ven,
por la soledad imprevista
de saberse abandonados,
aprendiendo solos,
-en medio del polvo
gris de los escombros-
que apenas hay alguien
que les calme,
que les pueda explicar
por qué tanto horror
ante sus ojos.
Se preguntan
dónde están los brazos
de sus madres,
dónde la caricia que les cure.
Se preguntan, sin palabras,
por qué han de abrazar
la tierra que les cubre,
la tumba tosca y seca
que oculta la madre
que nunca debió irse.
Ya nadie tiembla,
el cuerpo estremecido
por el pánico
se ha ido hasta esa tierra
tan vacía de sonrisas,
esa tierra donde los niños
deberían temblar sólo de frío
si se dejaran olvidada
su bufanda.
No deberían temblar
de miedo sin tener cerca
el calor de los abrazos.
Ya no queda, en fin,
misericordia
y tampoco en aquella Franja.
Somos -casi-
un huerto cultivado
de corazones adormecidos.
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