Nos vendimos
poco a poco.
Nos compraron
mucho a mucho.
Primero el viejo pantalón
con olor a café
se convirtió en ropa blanca,
más tarde
la costumbre de habitar
en las tertulias
y los amigos
se transformó
en citas a ciegas
y en largos tragos
de alcohol y cuchillos.
El trabajo voluntario
de la asociación
pasó a ser el de asesor
del concejal de juventud,
o de cultura,
o de bienestar social,
o de parques,
dinosaurios y jardines:
Puro metacrilato sin fronteras…
Los sueños de mayo
se esnifaron
junto a la comida blanca
y las contraseñas clandestinas
pasaron a ser
portadas de prensa obediente.
Cambiamos el viejo
álbum familiar
por escaparates de neón.
Nos comimos la mejor luz,
la de la rebeldía,
y acabamos vomitando
espejos en la barra
de un bar sin nombre
y sin recuerdos
pero con decoración
muy moderna.
Con la piel rizada
y sin prejuicios
anidamos en las espesas
caderas del poder.
Hasta que un invierno
desbocado,
nos despertó la voz
de nuestros antepasados
y descubrimos cómo
el poder de la nada
lo devora todo,
lo cambia todo.
Los sueños
por marketing,
la honestidad
por negociación,
la igualdad por cuotas,
Gramsci por Paulo Coelho.
Y así, sin darnos cuenta,
el paisaje cálido y generoso
de los sueños
llegó al matadero
de las utopías,
ese lugar que un día
inauguramos
entre copas y rosas huecas.
Todo lo que queríamos
ser y hacer
se perdió en los bolsillos,
se las tragó una
democracia imperfecta,
llena de estadísticas
y sin luz.
Una democracia
llena de pájaros de hojalata.
Nos vendimos lentamente
y por nada.
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