Mi padre había caído en el frente de Aragón y a mi abuelo, como a tantos otros, le habían dado el famoso paseíllo, de ahí que mi madre y yo viviéramos con la abuela Tomasa. En aquellos tiempos de penurias y escasez, subsistir era un asunto de lo más espinoso, pero gracias a las friegas de la abuela, que sobaba a los niños del pueblo para curarles el empacho, teníamos algo que llevarnos a la boca.
No obstante, las limosnas que recibíamos en forma de comestibles se redujeron drásticamente con el aislamiento internacional, la sequía y los consecuentes años del hambre.
Qué calamidades pasamos, Virgen Santísima, cuántos insufribles dolores de barriga. Nos salvaron las tisanas de raíces, las mondas de patata, las zanahorias silvestres, los ajos porros y, cuando peor pintaba la cosa, los tres sacos de lentejas que nos dio un compasivo estraperlista.
Cómo olvidarlo, comimos tantas lentejas que al volver a ingerir otro alimento nuestros cuerpos reaccionaron enfermando. Desde aquello, la abuela se las arregló para sembrar lentejas y, aunque pasaron los años y con ellos la miseria, nunca pudimos convencerla de que dejara de hacerlo. Murió sembrando lentejas.
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