Los malos son los malos, pero son muy pocos y no debiera ser un problema tenerlos controlados. El problema es qué hacer con los indiferentes, los insensibles, los que no se plantean las consecuencias de sus acciones y omisiones, porque estos somos casi toda la humanidad.
¿Qué hacer, qué hacer con nosotros? Alejados de todo lo vivo, sepultados en ciudades, aislados por nuestras pantallas, ensordecidos por los media, defendiendo que nada se puede hacer mientras, ahí afuera, los bosques desaparecen, los polos se deshacen, los corales se mueren y las extinciones se suceden.
Tal vez la respuesta sea salir del sueño del capital, renunciar a dominar, explorar las posibilidades de rebelión, trabajar por la compasión y la solidaridad, dejar de odiarnos en nombre de Dios, fluir, nutrir, cuidar, amar, contemplar, desarrollar una espiritualidad que nos ayude a mirar con los ojos de un bosquimano, de un bonono, de un salmón plateado, de un colibrí. Aprender el lenguaje de las nubes, el mar, las rocas, los árboles y las estrellas para desentrañar la falacia de la identidad y este ruinoso modo de vida que nos está destruyendo.
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