La pintura lleva por título
Naturaleza muerta.
Pero después de tres siglos
el pan sigue esponjoso.
La leche humea aún,
libre de nata, en el tazón.
La manzana sobrevive al árbol,
al gusano y a sí misma.
Las uvas, ingrávidas
pompas rellenas de luz,
sueñan con soltarse
del racimo y huir flotando.
Un forense tendría aquí
escasa o ninguna faena.
Hay huellas en el mango
caliente del cuchillo
pero ni rastro de muerte
en el filo de la hoja.
Las perdices duermen
plácidamente
a la sombra de los membrillos
muy olorosos.
El queso no sufre
de moho ni se duele
de sus agujeros más
de lo acostumbrado.
Y la ramita de hinojo
cortada en el otoño
de mil seiscientos
noventa y seis echó raíz
y hoy, al fin, asoma
por detrás del cuadro.
Sólo en el reflejo
cóncavo de la cuchara,
allí donde el ojo
precede a la mano,
vemos inquieto al viejo
pintor de bodegones.
¿Qué ocurrirá cuando
la tela se afloje,
cuando los insectos y los días
arruinen el bastidor,
cuando ceda el marco protector
que todo lo envasó al vacío?
¿Qué sucederá cuando
los cubiertos caigan
al suelo con su blanco
relámpago de metal,
cuando la fruta eche a rodar
atravesando los siglos
hasta este instante que ya
no es tuyo ni mío,
cuando la leche se derrame
—pálida y fría—
borrándolo súbita,
desesperadamente todo?
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