Predrag Pasic fue un espigado extremo serbio al que su exquisita zurda le convirtió en el favorito de la hinchada del FK Sarajevo a comienzos de los años ochenta. Era el capitán del equipo cuando en 1985 ganaron su segunda liga yugoslava, en parte gracias a sus goles. Después jugó tres temporadas en Alemania, pero tras su retirada regresó a la ciudad que amaba y lo amaba, Sarajevo. En 1993, un año después de que estallara la guerra yugoslava, Pasic invirtió todo lo que tenía en crear una escuela de fútbol en la que los niños pudieran jugar durante el peor sitio que una ciudad ha sufrido en la era moderna. La ubicó en un centro deportivo junto al puente Skenderija, que los pequeños habían de cruzar, a veces, bajo las balas de los francotiradores serbios. Aún así, se presentaron doscientos el primer día, tras una convocatoria realizada por Pasic en una radio clandestina. La escuela, llamada Bubamara, se mantuvo abierta durante toda la guerra y muchos años después, y sirvió de refugio para cientos de niños musulmanes, serbios y croatas, que jugaron juntos mientras fuera acontecía el horror.
Poco después de que se firmara la paz un periodista europeo que hacía un reportaje en Sarajevo preguntó a uno de sus niños por un recuerdo de la guerra. Este le habló del día en que marcó un golazo por toda la escuadra. Entonces el reportero insistió: quería un recuerdo de la guerra. Y el niño zanjó: “¡Sí, sí, aquello sucedió durante la guerra!”. Esto fue lo que logró Pasic con su escuela y creo que algo así merece ser reconocido.
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