Ahí está esa fe casi alfabética
de ciertas cosas
como los bancos de piedra
en la noche espesa
de los jardines
de ciertas calles desniveladas
que terminan muy arriba
de aquellas las madres abnegadas
y quietas como los puentes.
Esa fe oceánica y entera
hacia todo lo hijo,
hacia lo que hay
o permanece de hijo en el pan
y en la pena practicable
en la imprecisión
de los animales domésticos
y de los ancianos domésticos
en los relojes de plástico
de las paredes de las cocinas
que domestican al silencio,
y a los colores ofensivos
y vulgares que adornan.
Y en la luz de las farolas
que cae y tiembla sobre
el desplazamiento de los ríos
y en la tristeza fluvial
de los peces y de las branquias
de los peces
y en los juncos callados
en medio de la noche,
calladamente a oscuras
como armarios maternos
llenos de trapos, pinzas,
aerosoles, detergentes,
en donde también
está esa fe entera y masiva
hacia todo lo hijo,
hacia lo que hay de hijo
en acudir a los lugares
oliendo siempre a naftalina.
O en estar pertenecido
y obedecer como el limo
o las manzanas
o a asentir como lo hace
el cristal barato en un frutero
de cristal azul oscuro.
Obedecer con la devoción
que regresa de los espejos
igual que se obedece
a esas madres abnegadas
y encimadas.
Pero los espejos tienen mucho
de cansancio ya en el nombre
pero quedan los peines,
lo que nos dejamos
en los peines, en las perchas,
las distancias
para seguir hablando alto
y otramente de nosotros.
Y saben golpearnos
con nuestro envés más envés
y la vida se nos queda atrás
como entre púas
y nosotros que quisimos
despreciarnos la heredad
de las creencias
pero a que estábamos atentos,
¿¡qué nos iba a quedar
más allá de las creencias
sino nosotros!?
Sí. Nosotros.
tristes organismos
equivocados
errores de quiénes
son tan pretenciosos
inoportunas tentativas
de la nada echa pedazos.
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