Aquella vieja cocina
de la casa de campo
donde vivía mi abuelo
ejerciendo de medianero,
impregnada de aromas
de despensa,
entre gofio y queso,
entre frutas y verduras
recién recogidas
de la huerta de fuera.
Ese aroma de antes
cuando todo era nuestro
por la raíz y la sangre.
Cuando el vino más rojo
brotaba de la barrica
y la más blanca harina
se transformaba en pan,
cuando las gallinas
ponían los huevos
donde les daba la gana
y se dormían al atardecer
entre las ramas
del árbol que lucía
su esplendor en el patio,
cuando todo era hermoso
por lo pequeño y sencillo.
Sagradamente al margen
del resto del mundo,
en una vida en extremo dura,
pero vivida desde la paz
del que está en comunión
con lo natural que le rodea.
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