Sentado en aquél banco,
a la sombra del enorme árbol
que presidía la plaza del barrio
solía D. José escribir palabras
como para arrojarlas al vacío
y que parecían caer lentamente
mecidas por ráfagas de aire
y quebrando la resistencia
que ofrecían los silencios.
Llamaba la atención
por su gran melena blanca
y la pulcritud en el vestir,
cuando te hablaba era como
si iluminara las ansias de aprender
de aquella mente adolescente
que con mi nombre por bandera
llegó a admirarlo.
Sus manos eran tan fuertes
como para cerrar un abismo
y ni siquiera su sombra
engrandecida por la perspectiva
del sol de media tarde
podía hacerle justicia.
Contaba historias que hablaban
de dignidades, compromisos
y rebeldías que nunca pudieron
ser sofocadas por la fuerza,
supo mejor que nadie explicarme
el significado de la palabra exilio
y lo que era mantener la esperanza
en mitad de una tierra inhóspita.
Sus ojos eran de un negro tormenta
pero destilaban ternura cuando reía
y en su mirada encontrabas ecos
de batallas pasadas, sobrevividas,
de esa clase que marcan una eternidad.
Lo quise de una manera que sólo
tenía reservada al abuelo que no tuve,
pues con él encontré el mentor
que supo encauzar las inquietudes
que en mi interior bullían...
Y se fue un día tan inesperadamente
que sólo pude llorarle en silencio,
sin un abrazo o un beso de despedida.
Pero me dejó algo más que no supe
hasta que desentrañé el sentido
de aquellas frases garabateadas
para plantarle retos al vacío:
Comprendí que ya siempre estaría
enganchado al poder de la poesía.
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